El oficio de Jorge Panchoaga se sitúa entre la fotografía como lenguaje y la antropología como mirada. Desde sus primeras experiencias documentando comunidades indígenas en el sur de Colombia hasta su trabajo en proyectos de memoria visual a escala continental, ha tejido una práctica comprometida con el tiempo lento, el vínculo humano y la urgencia de crear archivos que cuenten nuestras historias más allá del espectáculo. Su mirada se extiende hacia los silencios, los gestos cotidianos y las palabras no dichas, cuestionando constantemente los límites entre lo documental y lo personal.
Panchoaga se mueve entre proyectos colaborativos, pedagogía visual y escritura crítica, manteniendo la pregunta latente: ¿para qué hacemos imágenes en América Latina? Más que capturar momentos, su cámara busca establecer relaciones duraderas, aprender a escuchar y devolver la voz a quienes han sido históricamente narrados desde afuera. En su universo visual, el fotógrafo actúa como mediador entre memorias, tejiendo relatos con paciencia y humildad, apostando por la horizontalidad y repensando los dispositivos de poder dentro del campo visual.
En la siguiente entrevista para la Asociación de Foto Periodistas del Perú, Panchoaga señala que su rol como fotógrafo no es el de un recolector de imágenes, sino el de un testigo activo que intenta dialogar con las comunidades desde la afectividad. Habla de la importancia de que los fotógrafos se involucren emocionalmente con sus historias, de desromantizar el archivo y de repensar la idea de territorio como un espacio donde la imagen puede ser semilla, memoria o herida. Sus palabras invitan a una reflexión profunda sobre el lugar que ocupamos al mirar y sobre la responsabilidad que implica narrar desde el Sur.
En una entrevista mencionas que tu tío era chamán y que en su familia se realizaban encuentros espirituales con la coca. ¿Cómo esa experiencia marcó su forma de mirar y narrar el mundo a través de la fotografía?
Nunca me había preguntado al respecto. Creo que es una buena pregunta porque nunca me lo había planteado y realmente me hace pensar mucho en si existe una influencia de esas experiencias en mi fotografía. Siento que la mayor influencia en ese tipo de escenarios viene de la escucha, del oír. Creo que eso tiene mucho que ver con el tipo de fotografía que hago y con la manera en que me relaciono con mis trabajos, o más bien, con los temas que desarrollo.
Muchas veces lo que hago no son trabajos en sí, sino temas que me interesan y que con el tiempo voy encontrando maneras de financiar. En ese sentido, no son solo un trabajo, sino vínculos que construyo con preguntas que me inquietan. Y ahí la escucha es fundamental: en los temas que trato, en la forma en que trabajo, creo e investigo. Se trata mucho de escuchar, de hablar, de compartir el espacio. Muchas veces estoy más tiempo conversando, entrevistando, que haciendo fotos.
Creo que esa forma de relacionarme con la fotografía viene de los espacios de conversación que tenía en casa, donde se hablaban de sueños, de historias del pasado, se respondían preguntas y se generaban diálogos. Siento que en esos espacios se construyeron las bases de muchas cosas, sobre todo en cómo entendemos el mundo. Eran momentos de reflexión sobre lo que venía, espacios formativos sobre lo que uno piensa.
Recuerdo que en esas conversaciones se hablaba, por ejemplo, de cómo evaluar las cosas que llegaban a nuestra vida: si eran buenas, justas y necesarias. Y tal vez eso nunca lo aprendí ni en la universidad ni en el colegio. Pensar si algo es bueno, si es justo o si es necesario para uno. Esas reflexiones surgían ahí.
Por eso, más que una influencia en la mirada estética—que en fotografía se asocia con el encuadre, la composición—siento que todo esto ha influido en cómo entiendo el mundo, en cómo me relaciono con las cosas y con las personas.
¿Qué dirías sobre la espiritualidad? ¿Cómo se cruza la espiritualidad con la imagen? ¿Crees que la imagen puede capturar presencias simbólicas?
La reflexión que he intentado proponer desde hace varios años no se centra necesariamente en lo que vemos, sino en la posibilidad de lo que se podría ver. ¿A qué me refiero con esto? Por ejemplo, en nuestra dinámica de lectura de imágenes en el Sur, los símbolos tienen un significado distinto al que tienen en el Norte. Muchas veces creamos bajo la lógica de nuestro propio entendimiento de esos símbolos. No estamos creando para todo el mundo, pero la fotografía, generalmente, se define desde otros lugares que no son de acá. Y los públicos a los que llega están más familiarizados con esa forma externa de entender la imagen y la fotografía, a pesar de que, desde nuestra crianza, tenemos símbolos muy marcados dentro de nosotros.
Por eso, me pregunto: ¿por qué encorsetar la fotografía a la realidad? Sabemos que la fotografía explica la realidad, pero ¿por qué no permitirle fotografiar lo que no se ve? Lo que imaginamos, lo onírico, lo espiritual. Creo que el cruce entre imagen y espiritualidad comienza con darle libertad a la fotografía en términos de posibilidades de lectura y de definición. No solo en lo estético.
Hago énfasis en esto porque las imágenes, por sí solas, no necesariamente resuelven o definen aquello de lo que estamos hablando. Uno solo puede leer el misterio o la angustia en una imagen cuando algo de eso ya está dentro de uno mismo, cuando se tiene la capacidad de descodificar lo que está ahí. Para ello, necesitamos imágenes que hablen sobre angustia, sobre misterio, sobre fantasmas. Es necesario que la gente entienda que la fotografía también puede comunicar eso, como ocurre en el cine. En el cine, el espectador entra con el contrato de que puede creer en cualquier historia. La fotografía, en cambio, tiene otro tipo de contrato. Y para expandirlo, no basta con imágenes o construcciones estéticas; se necesitan creadores y público que estén dispuestos a explorar esas dimensiones.
Si no fuera así, sería como hacer rap con palabras que solo uno mismo entiende. No tendría sentido. Lo interesante es que, tanto los creadores como los fotógrafos, y quienes se dedican a la imagen, expresan muchas veces la necesidad de hablar de lo que no se ve. Porque en nuestros pueblos, en nuestras familias, se habla de cosas que no se ven. Entonces, ¿cómo las hacemos visibles? Ahí es donde surgen los mecanismos. Algunos podrán verlos y otros no, pero la necesidad y la búsqueda están ahí. Lo que falta es abrir la conversación, hacer que más personas comprendan que la fotografía también puede hablar de lo invisible y que es posible leerla desde ahí.
¿En qué aspectos crees que la antropología limita y en cuáles potencia la fotografía documental?
Siempre ha sido una discusión, porque yo nunca he considerado que hago antropología. Mis trabajos no parten de la antropología. Me interesa leer sobre el tema, igual que sobre sociología o psicología, pero soy consciente de que no intento trabajar dentro de una disciplina como la antropología. Puede que después un antropólogo use mi trabajo como una reflexión dentro de su propio análisis, pero en ese sentido, mis proyectos no responden a los cánones disciplinarios de la antropología.
En ese sentido, mi respuesta a tu pregunta es muy breve: siento que no hago antropología. Sin embargo, hay elementos de la antropología que utilizo en mis dinámicas de investigación. Me interesa hacer procesos de lectura, revisar material y archivos, algo que no es exclusivo de la antropología, sino que también es propio de la historia, la sociología y otras disciplinas. Además, muchas de mis preguntas están atravesadas por la mirada de alguien que ha estudiado antropología, por una forma de problematizar la vida desde esa perspectiva.
Creo que lo más valioso que tomo de la antropología es la escucha. La antropología refuerza esa capacidad de escuchar, algo que muchas veces cultivamos muy poco. Escuchar es lo que más influye en mi trabajo. Luego, por supuesto, hay enfoques específicos que influyen en cómo entiendo ciertas problemáticas, pero intento no dejarme llevar por la antropología como eje central.
Me interesa mucho más trabajar en relación con la literatura, con los imaginarios. Uso mucho la literatura en mi trabajo. Siempre busco escritores y escritoras que me ayuden a leer los temas que me interesan desde la literatura, más que desde la antropología o desde estudios científicos. Mi interés siempre ha estado más en ese espacio, en construir mis proyectos desde un lugar literario antes que desde una estructura disciplinaria.
Mis emociones y mi intuición pesan más en mi proceso. Me reconozco como alguien que trabaja desde ahí. Cuando hablo de mis proyectos con amigos o colegas, suele aparecer una imagen recurrente: la sensación de que mis trabajos se resuelven con el olfato, con lo que se va sintiendo más allá de lo estrictamente racional. A pesar de que investigo, voy a archivos, leo, veo documentales y sigo muchos procesos racionales, al final me guío por una especie de instinto. Me siento como un zorro, un coyote, un lobo. Como un venado que husmea el camino y de pronto encuentra una dirección, aunque a veces los proyectos se desvíen.
Eso sucede en todas partes, incluso en la antropología, pero en mi caso, la forma en que entiendo mi trabajo es mucho más intuitiva que disciplinaria o científica. Aunque mis procesos y resultados puedan estar vinculados a ciertos métodos, lo que me mueve no es estrictamente lo científico ni lo disciplinado.
¿En la academia, la fotografía se usa a menudo como complemento de la investigación escrita, crees que la imagen debería ocupar una imagen más central en la producción del conocimiento?
Creo que ese es un debate que lleva décadas. En ese sentido, podríamos abogar por que se reconozca la importancia de la fotografía en los libros, que los grandes académicos digan que sí, que la imagen construye conocimiento. Pero, en realidad, la fotografía y la imagen han construido conocimiento desde el inicio de la humanidad. Que se le otorgue relevancia en los espacios académicos es otra discusión. Lo que ocurre en la realidad y lo que sucede en las universidades y centros de investigación muchas veces no coincide.
Estás constantemente comunicándote a través de imágenes; no solo construyes conocimiento con ellas, sino también relaciones, amistades, debates e incluso romances. Y esto es cada vez más evidente. Un ejemplo claro es el uso de stickers en las conversaciones digitales: la imagen no transmite únicamente lo que representa visualmente, sino que genera múltiples significados dependiendo del contexto, del momento y de las condiciones en que se usa. En los últimos años, he notado un creciente interés por parte de las nuevas generaciones de académicos en considerar la imagen como materia prima, como un eje central en sus investigaciones.
Eso no ocurría en Latinoamérica, o en Colombia. No conozco en detalle los otros lugares, pero nunca había pasado. La fotografía era para dar fe de algo: estuve en tal lugar, foto de ese lugar y el pie de foto. Hablé con tal persona, foto de él. Pero, en realidad, no era materia de análisis, no se revisaba qué dice la imagen en la historia, qué han hecho los que se han encargado de la imagen. No era un campo de interés primario para los investigadores, más allá de la arqueología, que siempre ha estado en ello, o de la historia, que ha hecho ciertos procesos alrededor de esto.
Los archivos estaban sin mayor interés en muchos lugares. Y creo que lo que hablábamos, ¿no? Finalmente, a la academia algunas cosas llegan muy temprano y otras mucho después. Pero la imagen sí construye conocimiento, sí genera discusiones y, además, provoca cosas que muchas veces no se pueden explicar con textos académicos o investigaciones. Es una conexión emocional, algo que te mueve las tripas, que te sacude los sentimientos, que te conecta con otros lugares de manera mucho más inmediata que otras formas de conocimiento.
Y creo que es ahí donde está la clave. No se trata de que la fotografía diga: “queremos el mismo espacio que el texto y su importancia”, porque eso no tiene sentido. Se trata más bien de entender en qué dimensiones opera la imagen, cómo funciona la fotografía, y quizás abogar por que esos espacios sean fundamentales en la construcción de sociedad y comunidad, que son finalmente los lugares en los que vale la pena incidir. ¿Cómo hacer que la sociedad sea mejor para el futuro? Porque nosotros estamos pasando, pero detrás de nosotros vienen otras personas.
De la academia vamos a las comunidades. ¿Cómo perciben las comunidades que documentas las imágenes que produces? ¿Cuáles son sus comentarios?
Eso depende de la época. Es muy distinto hace 12 años que hace un mes. Digamos que en las comunidades hace 12, 15 o 10 años, la sorpresa era que se veía algo cotidiano y, de repente, emergía algo nuevo. Eso nuevo que emergía, la gente no lo veía, ¿no? Pasaba desapercibido en la cotidianidad, pero verlo era como resignificar algo, revalorar algo que estaba ahí, como sonreír frente a lo cotidiano, como reenamorarse. Eso me gustaba un montón. Había un volverse a enamorar.
Eso me pasó hasta hace muy poco. O sea, sigue pasando, pero ahora se detonan muchas otras cosas. La gente sigue observando con sorpresa sus propios lugares, que muchas veces se ven hiper reconocidos, se ríen, les gusta. Lo vuelven parte de sus álbumes familiares. Y en otros casos, se sorprenden porque hay cosas que no han visto. “Mira cómo se ve eso en la noche”, “esto cómo lo hizo”, “vea, hace mucho que no vamos allá”.
Muchos de esos trabajos han generado procesos nuevos. En muchos lugares, nos dimos cuenta de que nos gustaría hacer esto a nosotros. Eso es más reciente, por ejemplo. Se crean grupos de jóvenes que quieren aprender, que quieren hacer una versión de esas historias, y ahí entro a ser parte de otra dinámica. Ya no es solo la de fotografiar, sino la de compartir cosas que les puedan ser útiles para contar sus historias desde sus propios intereses.
Eso es más reciente. Aunque desde 2010 he hecho talleres en los lugares donde trabajo, y mi fotografía siempre ha estado acompañada de procesos. Muchas veces ni siquiera son talleres de fotografía, sino de otras cosas. Sobre todo, ocurre cuando construyo vínculos. Mis proyectos duran muchos años, paralelamente llevo proyectos que avanzan muy lentamente, pero lo que buscan es construir relaciones que no sean solo de llegar y salir. Pero muchas veces ocurre así, porque a veces solo tienes la oportunidad de ir una vez, o tienes un encargo. Cosas así. No es mi día a día, pero eso.
La transformación de esas opiniones, ese recibimiento de la gente tiene que ver con el interés de las personas por este tipo de narrativas y espacios de creación. Con el interés por la autorrepresentación, el acceso a las tecnologías, los movimientos o las preguntas que han surgido en los últimos años sobre cómo nos contamos, quién nos cuenta o cómo queremos ser vistos. Y todas esas reflexiones son sumamente importantes. Y también es chévere ser parte de ellas. Es chévere intentar vincularlo con lo que uno puede aportar, con lo que ha aprendido.
Los mecanismos para que esto llegue han variado a lo largo de los años. Generalmente, siempre busco que las personas tengan sus fotos. Entonces, vas a Nueva Venecia, que es un poblado palafítico encima del agua, con casas de madera, y en muchos lugares tienen sus fotos enmarcadas. No sé si todas existen aún porque están encima del agua de mar la mayor parte del tiempo, pero ahí están, como las expondría en otros lugares. Lo mismo en el Cauca, lo mismo en muchos otros lugares.
Ahora intento que muchas de esas exposiciones, que algunas van a las ciudades, de hecho, también vayan a esos lugares, a sus centros culturales, a sus escuelas. Que tengan dispositivos para activarlas: ejercicios, dinámicas, juegos alrededor de esos trabajos. Y, por supuesto, cuando se publican libros, es igual. Las personas tienen sus libros. Hay una búsqueda de recursos para que los libros lleguen a las comunidades.
Y en otras ocasiones, incluso en las exposiciones, cuando ya hay colectivos formados, los invito y conseguimos recursos para que hagan sus propias versiones. Para que participemos juntos en las exposiciones, donde ya no soy solo yo hablando. Me pasó el año pasado con Kalabongó. Estaba en el Museo de Arte de Medellín y me invitaron a mí, pero lo que hicimos fue usar todos esos recursos para que un colectivo de Palenque hiciera su propia versión. Se articulara con el trabajo ya realizado, hiciera una respuesta, un capítulo extra, con todas las dinámicas que quisieran, y eso se volviera un nuevo universo expositivo. Un espacio donde nos vinculamos, donde esta transformación de lo que ha ocurrido genera una nueva dinámica de trabajo.
Te hablo de todo esto porque, al final, así es el recibimiento de los trabajos que hago y la forma en la que se articulan con las comunidades.
En estas exploraciones del territorio y de la identidad colombiana, ¿cuáles son tus principales hallazgos con las comunidades que se relacionan con su entorno?
Pues, yo no tengo hallazgos. Mira, cuando escucho la pregunta, siento que… Me gusta porque me interpela en un sentido de que yo no voy a encontrar o buscar algo como descubrir algo, sino que a mí me gusta contar cosas. Mi forma, o lo que me mueve, es contar ciertas cosas que se vinculan conmigo. Me gusta contar cosas que, de alguna forma, me atraviesan mucho. Para mí, los trabajos tienen que ver con cómo me transformo mientras aprendo. Digamos que la fotografía es un camino para aprender, para transformarte.
Entonces, todos estos temas que he trabajado, que tienen que ver con el agua principalmente, con la hoja de coca, con los impactos de las políticas de drogas en el país, con el narcotráfico, con la resistencia –que ha sido un tema muy importante en mi vida–, están atravesados por ese concepto. Mi forma de acercarme a ellos es la vida misma. No existe un plan de «hoy voy a entender esto en específico» o «voy a resolver un caso importante al respecto». Para mí, más que descubrimiento, es enseñanza. Es valorar lo que es importante para las personas, por muy distante o diferente que sea para mí.
¿Qué es el bienestar para alguien en una montaña? ¿Para alguien a orillas del mar? ¿Qué piensan que es el bienestar para sus hijos e hijas? ¿Cómo se relacionan con el pasado y con el presente? ¿Cuáles son sus sueños? Intentar entenderlos, dimensionarlos y valorarlos igual que si fueran los míos es de lo más importante que he aprendido en la fotografía. Entender lo que ellos luchan, trabajan y construyen en torno a eso.
En el caso colombiano, en medio del conflicto, de las tensiones de las armas, del desplazamiento forzado, también es entender que muchas veces el “sistema” –que es una palabra tan trillada– nos busca homogeneizar. Quiere que todos entendamos lo mismo por bienestar, que todos deseemos lo mismo, que todos tengamos el mismo tipo de casa… Es como una aplanadora en ese sentido: nos dice qué desear, cómo entender el futuro, cómo entender el pasado, cómo entender la enfermedad, lo que es bueno o malo para los hijos.
Yo siento que el valor está en esa diversidad, en esa variopinta amalgama de posibilidades que hay de relacionarnos con la vida misma.
¿Tú eliges los temas o los temas te eligen a ti?
Creo que le pongo mucha atención cuando estoy caminando, cuando me estoy bañando, cuando me voy a dormir, o cuando no estoy pensando en el trabajo, cuando no estoy en una reunión. Me interesan los temas que, en algún momento de la vida, genuinamente me preocupan por algo. Y cada vez te das cuenta de que no puedes abordar todos esos temas, que hay algunos que te consumen más tiempo, que vas a trabajar por más años. Pero creo que es ahí, en la cotidianidad, donde surgen.
¿Cómo está la fotografía latinoamericana? ¿Qué caracteriza la fotografía de nuestra región en comparación con otras?
Yo siento que la característica principal es que hay muchas voces, muchas formas, muchos acercamientos. No hay algo que la defina como tal. Siento que es una pregunta recurrente a lo largo de las décadas: los setenta, los ochentas, los noventas. Han existido foros latinoamericanos de fotografía, coloquios… hay una necesidad constante de entender esa voz poliforme y nada monolítica que es la fotografía latinoamericana.
Creo que cada año, cada cierto tiempo, la fotografía nos sirve para definirnos, para reconfigurarnos, para reordenarnos, para buscarnos y, sobre todo, para encontrar voces. Y creo que eso es lo que hay ahora en Latinoamérica: muchas voces interesantísimas. Muchas fotógrafas y fotógrafos que son sumamente interesantes y elocuentes, que están trabajando e investigando en distintos lugares. Desde el fotoperiodismo hasta la fotografía autoral, hay un montón de voces significativas planteando discusiones alrededor de la imagen, de las problemáticas que existen, de nuestras historias.
Y siento que lo más interesante es que hay gente que se puede dedicar a ello, ¿no? Que no es solamente gente con herencia, sino que desde abajo están buscando mecanismos para dedicarse a la fotografía, a la investigación de la imagen, al video, y han ido encontrando, poco a poco, caminos para hacerlo.
¿Cuáles son los temas que predominan en estas narrativas visuales en la región de América Latina para ti?
Yo creo que eso depende. Si revisas los diarios y periódicos, vas a encontrar los temas recurrentes, pero no necesariamente los temas de la región, sino los temas del periódico o de la agenda política. Entonces, ahí aparecen la migración, las políticas de drogas y el narcotráfico, las nuevas economías, el medioambiente… porque son parte de la agenda de los medios, que además cuentan con los recursos para enviar a quien necesiten.
Los recursos de los medios también terminan influyendo en los temas que los fotógrafos buscan documentar cuando están tratando de hacer carrera. Muchas veces, ellos van a buscar temas que resulten interesantes dentro de estas estructuras que tienen los recursos para financiar el trabajo. Entonces, si el foco está ahí, vas a encontrar siempre lo mismo: medioambiente, narcotráfico, migración, violencia, minería… es decir, la agenda de las instituciones y de los medios de comunicación.
Por ejemplo, Pablo Ortiz Monasterio me comentaba que, en los últimos 40 años, la fotografía en distintos países de América Latina ha girado en torno a cuatro grandes ejes: la documentación de las comunidades afro, las comunidades indígenas, la vida urbana y el mundo rural. ¿Crees que esta clasificación sigue vigente? ¿O consideras que, más allá de lo contrahegemónico y lo que queda fuera de los medios de comunicación, hay otros enfoques que también deberían incluirse?
Sí, en esos cuatro temas caben todos los países. Pero a lo que me refiero es que, por supuesto, hay intereses y temáticas que responden a dinámicas económicas y políticas. Sin embargo, hay muchos otros temas. Si vas a las escuelas de fotografía y escuchas lo que están trabajando los estudiantes, te das cuenta de que abordan cuestiones como el amor, la depresión, el cambio de sexo, la relación con los padres, la muerte… Hay una variedad inmensa de historias.
Si revisas la fotografía de los setenta, los ochenta o los noventa, notarás que la que se publicaba respondía a ciertos criterios específicos. No era toda la producción fotográfica de la época. Lo mismo sucede hoy: la fotografía que se publica en los medios de comunicación tiene ciertas características, lo mismo que la que se edita en libros o la que obtiene financiamiento. Es mucho más difícil conseguir apoyo para una historia personal sobre la depresión que para una sobre minería en un parque nacional.
Los intereses fotográficos en América están marcados por las vivencias de las personas, y es importante reconocer que hay una parte de la sociedad que trabaja en esas historias, aunque muchas veces no se publiquen. Luego está lo que sí se publica, lo que se visibiliza, y ahí ya entra una agenda definida por las necesidades, problemáticas y urgencias contemporáneas. Pero esa agenda no define la fotografía latinoamericana, sino más bien los intereses de ciertas estructuras comunicacionales: medios de comunicación, ONG, centros culturales, becas de creación e investigación.
En los márgenes hay cosas interesantes. Lo más innovador que se hace en Colombia en publicaciones lo llevan adelante fanzineros de fotocopiadoras, que producen ediciones increíbles con muy pocos recursos. Publican 20 o 30 ejemplares, no están en los grandes anaqueles de la historia, pero también forman parte de la fotografía latinoamericana.
Creo que entiendo lo que señala Pablo. No estoy en contradicción con él, porque sí hay intereses marcados, sobre todo en el campo profesional. Este sigue yendo a lo rural, sigue fotografiando lo urbano, lo indígena, lo afro…pero, al mismo tiempo, desde las propias comunidades afro se están fotografiando a sí mismas. Y no lo hacen diciendo “estamos fotografiando lo afro”, simplemente están fotografiando su vida. Y en lo indígena está ocurriendo lo mismo desde hace 10, 15, 20 años. No es que alguien salga a fotografiar “lo rural”, sino que están documentando su propia vida, y esta puede desarrollarse en un contexto rural, pero sin una intención explícita de encasillarlo así. A veces es difícil clasificarlo, pero hay que entender que existe una enorme gama de grises, sobre todo en los márgenes y en las periferias de lo que conocemos. Y muchas veces, ahí es donde está lo más interesante.
A mí me fascinan las fronteras, en todos los sentidos. Los límites, la idea de cruzarlos, de llevar la fotografía a otro lugar. Creo que eso resume un poco lo que pienso sobre la fotografía hoy.
Si lo llevamos al ámbito académico, ¿cuáles crees que son los elementos esenciales que deberían incluirse en los planes de estudio para la enseñanza de la fotografía documental contemporánea, ya sea en la región, en América Latina o, para empezar, en Colombia?
Esa es una gran pregunta, porque es como intentar imaginar qué les haría bien a los niños del futuro en términos de educación. No es que los fotógrafos sean niños, pero es un tema muy abstracto que podemos intentar aterrizar.
Si lo que buscamos es formar profesionales que puedan vivir de la fotografía, es fundamental articular la educación con la realidad del ejercicio profesional. Uno de los grandes vacíos en los procesos educativos, al menos en los lugares donde he dado clases y participado, es la ausencia de personas que realmente se dediquen a esto. Hay profesores de fotografía que conocen la técnica, la historia, pero nunca han vivido esto. Y una cosa es conocer lo técnico, manejar una cámara, entender la luz, y otra muy distinta es vivir de la fotografía en la actualidad. Si queremos formar fotógrafos que puedan sostenerse en este oficio, necesitamos estructurar programas pedagógicos que les brinden herramientas reales para insertarse en el campo profesional.
Lo segundo es entender que la fotografía no es solo un proceso técnico; es como el cine, el teatro o la música. No necesitamos únicamente fotógrafos o fotógrafas; necesitamos gestores culturales, personas que comprendan la fotografía en su vínculo con la sociedad, que puedan crear políticas públicas y culturales donde la imagen tenga un papel relevante. También hacen falta especialistas en gestión de proyectos con empresas privadas, en derechos de autor, en exposiciones, en gestión de recursos. Necesitamos teóricos y críticos que escriban sobre fotografía. Sin embargo, muchas veces el fotógrafo tiene que hacerlo todo, y trabajar en equipo se vuelve difícil porque se sigue creyendo que la fotografía es solo hacer fotos, cuando en realidad es un campo muchísimo más amplio.
Lo tercero, y pensando en la posibilidad real de construir economías sostenibles en torno a la fotografía, es necesario replantear el enfoque educativo. En este momento, la enseñanza está centrada en lo técnico, cuando eso debería ser solo un recurso dentro de un aprendizaje más amplio. La imagen es un campo de conocimiento en sí mismo. Vivimos a través de imágenes: cuando despertamos y pensamos en nuestro día, no lo hacemos con palabras, sino con imágenes; cuando deseamos algo, lo visualizamos; cuando recordamos, evocamos imágenes; cuando resolvemos un problema, muchas veces lo hacemos a partir de imágenes. Los fotógrafos y fotógrafas deberían ser los profesionales de la imagen en un sentido más profundo, no solo cuando cargamos una cámara fotográfica.
Y deberíamos ser la punta de lanza del pensamiento sobre la imagen, no la punta de lanza de la tecnología. Deberíamos estar en la capacidad de reflexionar sobre la imagen y de generar debate en torno a ella. Los programas educativos en fotografía tienen mucho que reestructurar en este sentido. Hay algunas instituciones que ya han tomado este camino y han trabajado en ello durante años, pero la educación en fotografía, en general, aún necesita abrirse a un campo mucho más amplio que simplemente hacer fotos.
¿Qué autores, fotógrafos o artistas han sido los más influyentes en tu desarrollo como fotógrafo documental?
Mira, yo no me considero fotógrafo documental. Eso es algo que siempre está ahí, pero en realidad hago trabajos que me interesan, y eso puede enmarcarse en distintas categorías, dependiendo de quién lo evalúe. Puede terminar en un museo de arte moderno o publicarse en un medio de comunicación, y en cada caso operará de manera distinta. Para mí, lo importante es construir algo que llegue a las personas, independientemente del medio o la plataforma en la que se presente.
Me interesa desarrollar preguntas sin saber a dónde me llevarán. Puede que el resultado sea algo muy documental o algo completamente abstracto, sin ninguna relación con lo documental, y eso no me genera conflicto. Es simplemente el desarrollo natural de las cosas. Si basara todo mi trabajo exclusivamente en lo documental, sin salir de ese marco, nunca podría experimentar con lo abstracto, lo reflexivo o lo construido. Estaría limitado. Para mí, el campo de la investigación y la creación consiste precisamente en mantener todas las posibilidades abiertas.
Eso implica entender cada enfoque en su dimensión: cuando trabajo en algo documental, lo hago porque es lo que el proyecto requiere, porque ese es el camino que tiene sentido seguir en ese momento. Pero cuando tengo libertad total, sé que mi espectro es mucho más amplio. En ese sentido, me resulta indiferente encasillarme en una disciplina específica. Lo que me interesa es ser honesto conmigo mismo y con quienes verán o leerán mi trabajo, sin sentirme atado a normas estrictas. No me interesa operar dentro de un espacio rígido, ya sea el documental o la antropología, donde hay reglas inamovibles de las que no puedes salir. No me interesa.
Por otro lado, ¿qué he leído? ¿qué me gusta? Yo al principio me encantaba Daido Moriyama, Santiago Harker, Anders Petersen y luego vinieron otros y otras, Graciela Iturbide, José Luis Cuevas, un montón de gente, de distintos lugares que me llamaron mucho la atención que mi ejercicio se volcó mucho a la literatura que era donde venía también, yo antes quería ser escritor y creo que hasta ahora tengo ese compromiso en mi vida, de escribir. Y, digamos, los últimos 2017 al 2020 estuve más influenciado por la literatura, por la forma de cómo las imágenes de la literatura llegaban a mí. Eso es algo que marcó mucho mi trabajo.
En los últimos años cada vez veo menos cosas en el sentido de que sí sigo consumiendo de todo, pero digamos que lo que más intento es escucharme ahí y ver que es lo que hay ahí, que es lo que está ahí. Es un ejercicio de descubrirme y encontrar también otras maneras. Porque me sigue interesando, sigo coleccionando libros, sigo viendo Instagram, sigo viendo los proyectos de mis amigos, de mis amigas, pero intento darme un espacio conmigo para ver que hay dentro mío, creo que es lo que es la última necesidad. Creo que es como que es observarme mucho cuando estoy intentando ver cómo se va desarrollando el trabajo.
¿Qué consejo le darías a los fotógrafos jóvenes que recién comienzan, que desean explorar temas sociales como tú lo has hecho?
Soy malísimo para los consejos. Yo creo que a lo que más le tememos todo es a cometer errores. Es importante cometerlos, como darte el chance de aprender a partir de ellos, de pedir disculpas, de darte el chance de creer lo que te gusta. Es fundamental que la gente… a nosotros nos enseñan fotografía mostrándonos lo increíble que han sido tal fotógrafo, tal fotógrafa. Lo increíble que ha sido este proyecto, ese libro. Generalmente como estudiante o como gente que está empezando queremos repetir eso, ¿no? Como encontrarnos en esos lugares. Parecernos a. Y eso está bueno porque se aprende mucho de fotografía como tal, pero para mí después de andar enseñaría fotografía diciendo que crea en lo que está dentro, que vaya a buscar en las imágenes que ve, que sueña, como cuando estás pensando en un tema, ¿no? Que crea en lo que le gusta.
Finalmente, lo que nos interesa o cuando compro un libro o veo algo que me gusta la forma en la que veo el mundo, que no se parece a otra. Yo creo que eso se da cuando uno ve el mundo. Y creer en eso es difícil porque generalmente necesitas la aprobación de otros y que otro te diga que sí, está bueno. Es bueno escuchar esos consejos, pero también es bueno como darse a la pelea de creer en eso que tiene adentro, y la forma en cómo uno ve el mundo y cómo uno lo entiende.
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Si hubieras seguido el camino del chamanismo, de la magia, ¿cómo crees que habría influido en tu práctica fotográfica?
Es difícil saberlo, es una suposición literaria. Creo que hay una influencia tácita y palpable en la forma en que entiendo y me relaciono con los escenarios y experiencias que vivo. Cuando hay ceremonias o espacios de limpieza, cuando visito lugares íntimos, siento que hay una conexión con mi manera de percibir esos entornos. Es mi forma de comprenderlos.
También creo que la manera en la que intento vincularme con estos espacios me permite participar en ellos. Sin embargo, en términos estrictamente fotográficos, desde una perspectiva estética, la imagen en sí misma no refleja necesariamente esa influencia de forma evidente. Más bien, se trata de cómo me relaciono con los lugares, con las personas y con determinadas situaciones. De manera tácita, mis imágenes se construyen desde esa conexión. En ese sentido, hay cierta distancia entre ambos aspectos. Por otro lado, es difícil suponer qué habría pasado si hubiera seguido ese camino. Desde donde estoy ahora, no tengo idea de lo que habría sucedido.
¿Durante estos años no has pensado en ello? ¿No le diste tanta importancia?
No, creo que recién en el último año lo he reflexionado en términos generales, pero no es algo que me desvele. Es curioso, porque muchas personas hoy en día buscan dedicarse a eso: quieren ser médicos, chamanes, brujos; anhelan vivir esa experiencia y pertenecer a algo. Tengo colegas que están aprendiendo esos caminos, estudiando las plantas, la medicina, participando en rituales. Buscan collares, símbolos, reconocimiento… Creo que eso es un síntoma de nuestra época, una forma de legitimación.
Para mí, sin embargo, no es algo importante. Mi familia sigue siendo importante. La compañía de mi tío, las limpiezas que nos hace, ese tipo de cosas son parte de mi vida cotidiana. No siento la necesidad de conectarme activamente con ese mundo, aunque sí me interesa comprenderlo. Tal vez porque mi tío veía en mí una sensibilidad especial. En ocasiones, cuando estoy en ceremonias, me dicen: “Es raro que hayas visto esto, porque no todos pueden hacerlo”. Y sí, me interesa entenderlo, pero no es algo a lo que le dedique demasiada atención.
¿Cómo percibes lo espiritual, lo mágico y lo documental en tu trabajo?
Para mí, es un espacio de respeto. No estoy buscando lo espiritual ni lo mágico, ni siquiera lo real en un sentido absoluto. Simplemente veo cosas que me sorprenden y fotografío. Capturo aquello que me permite ser fotografiado.
A veces tengo imágenes en mi cabeza, imágenes que he soñado, leído o que provienen de distintos lugares y, de pronto, me las encuentro en la realidad. Es ahí donde surgen ciertas conexiones, pero no es que busque deliberadamente lo mágico ni que esté pensando estrictamente en ello.
Siento que muchos aspectos de lo espiritual y lo ritual permanecerán en su propio espacio, en la intimidad de lo mágico y del rito. No todo es fotografiable ni debe formar parte de una exposición o un libro. A veces, lo valioso es que esos momentos existan y tengan significado para quienes los viven.
Hay situaciones en las que participar es más importante que fotografiar. Que algo sea espiritual o mágico no significa necesariamente que deba ser registrado. A veces, simplemente se trata de compartir, de formar parte de la experiencia sin la necesidad de documentarla solo porque ese es mi trabajo.
¿Cómo logras equilibrar esta mirada estética con el contenido político en tus fotografías?
Yo creo que nunca se equilibran del todo. La fotografía está limitada en muchos aspectos. El equilibrio ocurre, en cierta medida, cuando tenemos la oportunidad de hablar sobre los trabajos, de compartirlos, de contar algo más. Ahí es donde puede haber un punto de equilibrio, pero muchas veces es difícil lograrlo solo con imágenes.
Es un tema complejo. Siempre hay una carga política, sobre todo en el enfoque, pero las imágenes no siempre logran explicarlo. La fotografía tiene sus limitaciones, y muchas veces esas limitaciones se rompen o se complementan con otros medios: el texto, las presentaciones, el audio.
Lo que sí creo es que, en cualquier proyecto, sea cual sea el tema, hay una construcción de la posición desde la que se trabaja. Y esa posición es algo a lo que se llega, en lo que se apuesta, en lo que se cree y en lo que uno se involucra profundamente.
Por ejemplo, en tu serie sobre la hoja de coca, te alejas del discurso mediático centrado en el narcotráfico. Esa es tu postura. ¿Por qué?
Digamos que la narración de la guerra contra las drogas es una historia muy elaborada en términos de lo que se requiere para mantener esa guerra. Existe un bucle en el que intervienen los medios, lo que nos cuentan, la narrativa de los barrios, el relato familiar, lo que piensan los profesores en las escuelas y universidades. Es un ciclo que se reproduce constantemente, como el amor. El amor se cuenta de ciertas maneras y sigue dando vueltas, con temas como la traición, la monogamia, la familia tradicional, y un montón de cosas que se reproducen sin cesar. Lo mismo ocurre con la guerra contra las drogas y la forma en que se cuenta.
En términos de imágenes, sucede lo mismo. Desde 2016 hasta 2020, si cierras los ojos y piensas en narcotráfico, te imaginas una sirena de policía azul y roja, un arma, un muerto, soldados y mercancía incautada, algo prendido fuego. Este tipo de imágenes no solo están en la prensa, sino también en las películas. Están presentes en todo lo que se trabaja sobre el narcotráfico y la guerra contra las drogas.
Justamente, el posicionamiento que planteo en mi trabajo aborda muchas realidades que quedan silenciadas y oscurecidas, sin reflexión, sin nada. Esas realidades se vuelven imposibles de ver cuando se están reproduciendo este tipo de noticias y hechos, que no tienen que ver estrictamente con la dinámica del narcotráfico. Son parte de la cotidianidad de otras personas que se ven estigmatizadas por estas narrativas, por esta forma de contar los hechos, por estos entendimientos absolutos que homogenizan todo.
A mí me interesa entender cuáles han sido las estructuras y dinámicas históricas relacionadas con la cancelación, la prohibición y la disminución de prácticas cotidianas vinculadas al uso de la hoja de coca. Ya sea en su transformación o en un derivado de consumo como el mambe en el Amazonas, el tostado para pichear en Bolivia, o lo mismo que ocurre en Perú y Colombia. Estas prácticas no están vinculadas al narcotráfico, pero finalmente se han incluido en el mismo saco.
Se han tratado de la misma manera históricamente, tanto desde la perspectiva religiosa como moral. Los derivados provienen de la misma planta, y a mí me interesa comprender qué ha sucedido con esas cotidianidades que, al final, son resistencias. Son prácticas que se resisten porque están profundamente conectadas con la vida diaria: cómo se entiende el mundo, la enfermedad, la fuerza laboral, las relaciones humanas, los ciclos del tiempo, las ofrendas, el reinicio del año, los agradecimientos, las peticiones, los deseos, con todo el universo.
La hoja de coca en Latinoamérica, en los Andes y en el Amazonas, es un asunto de la vida misma, un asunto cósmico, relacionado con cómo está configurado todo. En ese sentido, me interesa comprender eso, no la problemática estricta del narcotráfico. Me interesa cómo entendemos desde aquí esas particularidades, qué han hecho las personas para resistir y cómo eso puede iluminar una parte oscura de esa otra narrativa, que siempre ha ocultado esas particularidades.
Básicamente, estoy revisando un documento, cuya base metodológica proviene de una recomendación de las Naciones Unidas en 1950. Lo que plantea este documento a Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador y Argentina, los firmantes de la propuesta, es que reduzcan el consumo de la hoja de coca hasta desaparecerla y que disminuyan su producción, lo que implica muchas cosas. Yo, 70 años después, estoy viendo cómo está ese escenario. Y en este ejercicio trato de desestructurar las bases de esos discursos de la guerra contra las drogas, en este caso, de la guerra contra la hoja de coca.
¿Qué ventajas tiene un fotógrafo con formación antropológica frente a uno que se enfoca únicamente en la técnica visual? ¿Cómo evitar caer en exotismos al documentar tradiciones locales?
Yo creo que no hay una ventaja aparente. Los títulos no resuelven algo específico. Puedes tener las mismas habilidades si te tomas en serio tu trabajo y lees, pero eso depende de cada persona. Creo que tiene que ver con la construcción de un posicionamiento. Los posicionamientos se construyen al tener un interés genuino y entender que la fotografía, aunque es un campo estético, también construye realidades. Si no somos conscientes de que construye realidades, simplemente estaremos tomando fotos bonitas. Esa es la dinámica. Creo que hacer conciencia sobre la fotografía y la imagen como discurso nos permite plantearnos cuál es nuestra posición en medio de todo esto.
Entonces, ¿qué caracteriza a la fotografía latinoamericana en comparación con otras regiones del mundo?
Es muy grande como para tener una mirada homogénea. Incluso en países mucho más pequeños, como Japón, hay diversidad. No todos son Daido Moriyama. Latinoamérica es muchísimo más extensa que Japón, y es difícil encasillarla. Claro, podemos decir que nos caracteriza la precariedad, la difícil situación económica, el acceso limitado a becas, pero al final, lo que realmente destaca es la diversidad, que se manifiesta de manera elocuente en un montón de aspectos favorables.
¿Cómo decides qué historias merecen ser abordadas en proyectos fotográficos a largo plazo? Por ejemplo, con La Casa Grande o tu trabajo en el Cauca, esos elementos de tu historia personal, junto con grandes temas como identidad, memoria y territorio.
Yo creo que no soy muy consciente de eso en el sentido de que no sigo un proceso lineal de la A a la B. Siento que las historias se van desplegando. Investigo, leo, tengo imágenes alrededor de un tema, una base. Es como hacer un pastel: cosas que leo, cosas que veo, cosas que escucho, y todo eso se va construyendo. Al final, las historias aparecen. Es como una suerte de encontronazos con las historias. No es un proceso de guion de cine. Tengo una inquietud, un tema, un área de trabajo, pero eso no implica que sepa de antemano cuál es la historia que voy a contar. En ese sentido, por ejemplo, cuando veo a muchos amigos que envidio por su metodología, que van una semana y ya saben qué van a contar. En el periodismo pasa mucho, y me encanta porque son súper eficientes, mientras que yo soy todo lo contrario. Soy muy ineficiente en el sentido de no tenerlo resuelto antes de comprar el pasaje de avión. Voy dos, tres, cuatro veces. Hay historias que me gustan, otras que no. Algunas quedan ahí, hasta que encuentro las que sintetizan lo que estoy buscando, básicamente.
Si dices que no tienes una metodología, pero te invitan a institutos o centros de educación en fotografía, ¿cómo organizas todas esas ideas? ¿Cómo estructuras tu proceso intuitivo y creativo? ¿Qué recomiendas para los planes de estudio? ¿Cómo se debe enseñar la fotografía documental?
Creo que todo depende mucho del momento en el que se esté. Desde un enfoque catedrático, tiene que ver con lo que uno está procesando en ese instante. Si yo tuviera que hacer un plan de estudios, sería muy distinto de dar una conferencia, clase o taller. En talleres específicos, por ejemplo, las ideas ya están decantadas. Si estoy impartiendo un taller titulado “Imaginar el fuego de la memoria”, ya hay una decantación pedagógica y reflexiva que se ajusta a ese tipo de actividad. En cambio, si me invitan a hablar sobre mi trabajo, mi enfoque será más reflexivo sobre lo que estoy pensando en ese momento, y en función de eso decidiré qué proyectos mostrar y cuáles no. Al final, lo que comparto son ejercicios, no metodologías.
En la creación, a diferencia de disciplinas como la antropología, la palabra «metodología» no encaja. Las metodologías requieren un proceso estructurado, con un A, B, C, que se puede replicar, como ocurre en campos científicos como la antropología, la sociología o la historia, que necesitan mecanismos de verificación. Pero en la creación, lo apropiado es hablar de procesos de trabajo o de investigación. Son procesos porque no buscan repetirse, ya que perderían su valor creativo. En la fotografía documental, sí buscamos algo comprobable, científico, pero algunas escuelas enseñan fotografía de una manera rígida, como si las imágenes fueran documentos verídicos, sin cuestionar cómo están mediadas por nuestra perspectiva. Para mí, la creación no es tan rígida. Podemos seguir ciertas fuentes, pero siempre debemos tener en cuenta que todo está mediado por nuestra forma de ver y comprender las cosas.
No considero que haga fotografía documental. Yo trabajo sobre temas específicos, y cada quien puede reflexionar lo que quiera sobre mi trabajo. Asumir que lo que hago es documental no es algo que yo elija, porque estoy avanzando en los temas que me interesan. Eso se puede hacer desde cualquier área. Mi papel, entonces, es explicar cómo se hizo mi trabajo, darle a las personas los elementos para comprenderlo, pero no es una adscripción a un género en particular. Para mí, se trata de compartir mi proceso de manera honesta. No voy a una escuela a decirles que hago fotografía documental, para nada. Simplemente les cuento lo que hago, lo que pienso sobre la imagen y los discursos visuales.
Viendo la crisis actual del régimen visual, que se ha visto afectado por los generadores de imágenes a partir de inteligencia artificial, está surgiendo una resistencia en la fotografía. El efecto bumerán de esto es que muchos fotógrafos están retrocediendo, volviendo a lo clásico. Si pudieran hacer fotografías en placas de vidrio, lo harían. Es una respuesta normal, una reacción obvia, pero que no transformará el régimen visual, que ya está cambiando. Las preguntas están dirigidas hacia otro lugar, aunque algunos defiendan la fotografía tradicional, centrada en el 35 mm, en la película, en el instante decisivo y en la pureza técnica.
Es como si algunos abrazaran el barco mientras se hunde, y aunque está bien en un sentido reflexivo, el problema viene de mucho más atrás y no le pertenece exclusivamente a la fotografía. La verdadera cuestión es la incredulidad que rodea a los medios de comunicación. Los medios se han convertido en estructuras de movilización que han perdido su propósito original: informar a la sociedad. En ese contexto, la pérdida del régimen de la verdad y la construcción de la posverdad es lo que realmente afecta a la fotografía, pues el ejercicio de construir realidades ya no se encuentra en la base de los medios, sino que ha sido desplazado.
Entonces, ¿no crees que las universidades están formando fotógrafos con un pensamiento crítico hacia las dinámicas sociales y políticas de la región?
No tengo idea. No estoy cerca de los programas educativos, así que no podría emitir una opinión tan tajante. Creo que están cumpliendo un papel importante, formando a personas que, sin duda, jugarán un rol clave en la reflexión futura sobre estos temas. Lo que mencionaba antes tiene que ver con el impacto de estas tecnologías en la industria misma, en el día a día de los fotógrafos, en los medios de comunicación, en los premios, como el World Press Photo, en los editores, en el discurso de los fotógrafos reporteros y en la fotografía documental en general. Toda mi reflexión anterior se sitúa en ese contexto, en el escenario de un recogimiento y una defensa de la fotografía como un espacio necesario. Al final, lo que va a ocurrir es que lo documental seguirá existiendo, pero también surgirán otras formas. El régimen visual, en ese sentido, siento que está cambiando.
Con respecto a tus influencias, hay una diferencia clara entre el Jorge Panchoaga de los inicios y el de ahora. ¿Cuáles son tus principales influencias hoy en día? ¿Cómo ha evolucionado todo lo que has visto a lo largo del tiempo?
Mis influencias vienen más de la literatura, el cómic, la cultura pop, el hip hop y la música de diversos lugares. Cada vez trato más de observarme a mí mismo, de encontrar mi voz, mi pensamiento y mis imágenes. Cuando doy talleres, por ejemplo, no me enfoco en ver a otros; en mis clases no observamos a nadie específicamente. Creo que la educación fotográfica, en muchas estructuras, te lleva a decir: «Mira bien cómo lo hace tal persona, fíjate en lo increíble que es», lo cual está bien y puede servir en algún momento durante el estudio. Pero no pone el énfasis en lo más importante, que es cómo observas el mundo, qué te interesa, qué imágenes están ahí dentro de ti. Al final, eso es lo que me interesa de la literatura, la música y de todo: cómo cada quien observa el mundo y cómo lo hace en relación con los demás.
No me interesa que alguien haga un trabajo igual al de Daido Moriyama; eso ya existe. Puede ser útil tomar elementos de su trabajo, pero eso forma parte del lenguaje visual. Lo importante es entender en qué momento se hizo, bajo qué lógicas, qué contextos lo rodearon. Es parte del aprendizaje, claro. Pero, al final, lo importante es lo que tienes tú que decir y cómo vas a hacerlo. Y en mis talleres, ahora, me enfoco mucho más en eso. Mi vida también está más orientada hacia eso que hacia otras cosas.
¿Estás mucho más cerca a la reflexión?
Creo que se trata mucho más de las imágenes en sí, porque en los talleres, cuando observamos el trabajo de otros, estás inmerso en las imágenes que esas personas te presentan, en pensar sobre ellas, en cómo acercarte a ellas, en entenderlas. Pero cuando te concentras en lo que ves tú mismo, te diriges a cuestionarte por qué ves eso, qué te interesa de esa imagen, por qué está en tu cabeza, por qué estás pensando en eso. Al final, estás viendo tus propias imágenes, las cuales provienen de muchos lugares, pero siguen siendo tus imágenes.
Creo que se trata de darnos cuenta de cómo la imagen está todo el tiempo ahí, no solo afuera, sino que está dentro de uno mismo.
¿Qué historias visuales crees que aún faltan por narrar en relación con el territorio y la construcción de América Latina?
Las de la gente de cada lugar. El que quiera contar historias tiene que contarlas, que tenga los mecanismos, los apoyos, las posibilidades. Yo creo que esas historias estaría bueno escucharlas, verlas. Creo que son perspectivas que valen la pena y tienen la oportunidad de verlas, de oírlas, y de generar los mecanismos para que se hagan.
A mí me llama mucho la atención este trabajo que tienes de Dulce y Salada, El Casi Café también, que dices que es el primero, pero te duró como siete años (2008-2015). Las motivaciones que hay detrás, lo de La Casa Grande también me parece importante, son tres años. Con respecto al trabajo en las comunidades, ¿has tenido experiencias en las que tus proyectos hayan generado cambios concretos en esas comunidades o en los espectadores?
No, yo creo que no. Uno hace un trabajo que no transforma, en el fondo, las cosas. De pronto, hay chispazos con personas en particular, pero no. Ni el arte ni la fotografía podrán transformar ciertas cosas, quizá en situaciones específicas, ayudar en algo, conseguir fondos, pero no son procesos cuyo fin último sea transformar cosas que no están en sus manos, que vienen de estructuras más amplias. Hay un deseo, por supuesto. Siempre hay un deseo, pero, de nuevo, la fotografía tiene limitaciones. Lo que transforma es a uno mismo como persona, que creo que es una de las cosas valiosas que tiene la fotografía: uno se transforma con los trabajos. Muchas veces, uno se transforma con las personas con las que trabaja, y ellas también se transforman en otras cosas.
Mencionas sobre La Casa Grande (2010-2013): “Las cámaras oscuras han sido construidas con las familias y los amigos que he hecho a lo largo de este trabajo. Entrar (al) territorio, a cada habitáculo y espacio de la casa, constituye y representa ese proceso histórico e identitario donde familia, cultura y territorio se entrelazan como una unidad insondable e imposible de desfragmentar”.
¿Dirías que estos conceptos y temas han sido el punto de partida para tus futuros proyectos? ¿Este trabajo te impulsó a explorar otros espacios o territorios en busca de nuevos conceptos?
Creo que esas son cosas que uno va entendiendo al trabajar en esos temas, y una vez que lo entiendes, ya no puedes deshacerte de ello. Se convierte en parte de tu vida. Una vez que comprendes que soy cómo crezco, que soy el contexto, que soy el clima, y que cada persona en su particularidad es todo eso, lo asumes. Yo no sería el mismo si hubiera nacido en La Paz o en Chiloé. Esa reflexión tiene que ver con eso: el lugar donde crezco, mi casa, las personas con las que crezco, el contexto social y político, todo es indivisible. Existen procesos de violencia que pueden generar esa división; un desplazamiento forzado debido a matanzas o guerras desestructura eso, lo rompe. El desplazamiento forzado lo hace, pero digamos que esos son entendimientos que uno lleva consigo en otros proyectos. Sabes eso y, por lo tanto, las preguntas cambian. Ya no son las mismas, surgen otras reflexiones y llegas a otras cosas.
En Dulce y Salada, por ejemplo, mi reflexión llegó a otras cuestiones, como la relación del ser humano con el paisaje, nuestra pequeña estancia de vida en la tierra y nuestra preocupación por nuestra existencia en el planeta. Creemos que podemos gestionar la vida, la muerte o la diversidad, pero la conciencia del tiempo geológico y la vida en el planeta es algo que a menudo no está presente.
El trabajo que realizaste sobre el río Magdalena y todo lo que lo rodea es impactante, especialmente considerando la historia de Colombia y cómo el conflicto ha atravesado ese territorio…
Ese trabajo aún no lo he cerrado, pero para mí es importante. Siento que, en el momento en que se construyó, generó cierto tipo de influencias en otros países de Latinoamérica, en otros fotógrafos y fotógrafas. En su momento, algunos se preguntaban: “¿Este man qué está haciendo?”, porque trabajaba con colores y luces de una manera distinta, pero con el tiempo eso decantó en otros escenarios. Creo que es parte de ese diálogo constante que uno tiene con otras personas; así como otros fotógrafos hacen cosas diferentes e influyen en distintos lugares, se da un proceso de retroalimentación continua.
¿Cómo te sientes al ser esa influencia para otros fotógrafos de América Latina?
No pienso mucho en eso. Ni siquiera sabía que era una referencia. Sí noto que en ciertos momentos mi trabajo ha influido en otras personas, pero no me considero una referencia obligatoria. Tal vez en algunos escenarios eso ocurre más, sobre todo en las escuelas o cuando se estudia fotografía. Me parece bien que el trabajo de uno forme parte de lo que se considera interesante o ejemplar dentro de la historia fotográfica, pero al final es imposible tener ese tipo de discusión con los colegas. Es como el cine: un director toma como referencia a una directora, y lo mismo pasa en la fotografía. Un fotógrafo cita a una fotógrafa, y viceversa. Es parte del proceso de construcción de un lenguaje, algo que también ocurre en la academia, donde se citan constantemente. Se construye sobre lo construido.
De alguna manera, la búsqueda de uno es aportar a esas discusiones, no solo en el nivel temático, sino también en el lenguaje mismo. Como habrás notado, no me interesa un lenguaje estático, sino un lenguaje que surge del barrio, de la periferia, de lo rural, un lenguaje que no se diseña en una universidad o en una escuela, sino que nace del día a día y responde a las necesidades del contexto. Mi interés está en la frontera de los lenguajes. Por eso, no me adscribo completamente a lo documental ni a lo artístico de manera explícita, sino que respondo a la necesidad de lo que estoy explorando y creando.
A veces no se muestran esas imágenes de la periferia o de la subalternidad…
Porque en este sentido estoy reflexionando más sobre el lenguaje que sobre lo que se ve. El lenguaje tiene que ver con las decisiones que se toman: el color que se va a usar, la tecnología, los lentes, la forma en que se va a trabajar, la hora, la manera de relacionarse con las personas, la edición final. Todo eso es lenguaje. La física que construyes dentro del proyecto son preguntas que no suelen existir en la fotografía documental, pero para mí sí son importantes.
Por ejemplo, me interesa estudiar los videojuegos porque construyen universos, y esos universos me sirven para entender si en mis libros de fotografía puede ocurrir cualquier cosa o si deben estar completamente arraigados a la realidad. Eso es física. Es clave para definir qué quiero que suceda en la narrativa del libro o en la edición. En lo documental, ese margen de exploración no existe: estás atado a la realidad.
¿Consideras que el fotolibro es hoy en día la mejor plataforma para que los fotógrafos o artistas visuales presenten su trabajo, o prefieres los formatos clásicos?
Todas las plataformas son igualmente potenciables; cada una ofrece una posibilidad distinta.
Siento que esa idea del fotolibro como máxima tiene sentido, pero también responde a una necesidad de legitimación. Una exposición, por ejemplo, puede ser igual de poderosa para explicar un proyecto que, tal vez, no podría contarse en un fotolibro. Entonces, depende mucho de lo que quieras comunicar.
No creo que todos los fotógrafos tengan que volcarse al fotolibro. A veces parecen modas o tendencias. Claro, es una plataforma muy interesante y útil. Para mí, el libro —no solo el fotolibro— es la máquina del tiempo más útil que ha inventado el ser humano. Puedes leer ahora mismo algo escrito en 1500, y es como viajar al pensamiento de alguien de hace 500 o 600 años. Es un dispositivo fantástico.
El fotolibro es un espacio maravilloso para reflexionar, crear, aprender; un reto y una plataforma de creación. Pero lo mismo puede decirse de una exposición. También es un espacio lleno de posibilidades. Hay que trabajar en ambas, aprender de ambas. Son retos igual de importantes, ¿no?
Con respecto a tus talleres, ¿qué recomiendas estudiar? ¿Qué sugerencias darías a quienes quieren iniciarse o profundizar en este camino?
Depende mucho del nivel en el que estén los estudiantes. Si están comenzando, o si ya tienen experiencia, las recomendaciones cambian. Pero, en general, lo que más aconsejo es hacer ejercicios, sobre todo en función de los problemas específicos que cada uno enfrente: si no pueden explicar su trabajo, si tienen dificultades en la edición, o si simplemente no saben por dónde empezar.
En esos casos, propongo ejercicios dirigidos, y también envío mucha literatura. Me gusta trabajar con textos literarios, incluso les pongo tareas que parten desde ahí. En una época —hace ya varios años—, me gustaba que los proyectos tuvieran una banda sonora. Les preguntaba: ¿Cómo suenan tus proyectos? Porque yo también trabajaba así.
Todo el proyecto del Magdalena está hecho con una banda sonora en mente. La construcción del color, el uso de flashes, de filtros… todo eso está profundamente influenciado por el grunge de los noventa. Escuchaba Pearl Jam, Nirvana, Alice in Chains, Soundgarden mientras trabajaba. Los videos de esa época y esa estética cromática marcaron el tono del proyecto.
Al final, enseño desde mi experiencia. No soy alguien que muestre mucha fotografía en clase. Nunca he sido ese tipo de docente. Trabajo desde lo que he hecho y vivido, desde lo que sé que puede conectar con el proceso personal de cada uno.
Me llama la atención la literatura que solías compartir. ¿Te enfocabas en autores colombianos, latinoamericanos, o había alguna línea particular que seguías?
Depende mucho de lo que esté leyendo en el momento. Suelo llevar fragmentos de cosas, de temas que me interesan. En mis trabajos trato de no repetirme. Tal vez con National Geographic ha sido un poco más difícil, pero en general me aburre repetirme. Y en los talleres me pasa lo mismo.
Tengo una carpeta con miles de presentaciones, literalmente. Casi nunca utilizo la misma presentación dos veces. Siempre hago una desde cero, pensando específicamente en lo que voy a mostrar. Es como armar el playlist de un concierto: antes de salir al escenario pienso esto no me interesa mostrarlo ahora, o esto sí. Y así voy construyendo.
Por ejemplo, si me gustó un libro, traigo algo de ese texto. Generalmente hago fotos con el celular de lo que me gusta, o lo imprimo. Siempre estoy armando los talleres con cosas nuevas. A veces uso recursos que ya he hecho, claro, pero casi siempre estoy preparando un nuevo playlist para un nuevo escenario.
Si son fotógrafos jóvenes, no necesitan una estructura rígida para desarrollar una historia en profundidad, ni técnicas complejas de investigación, ni ejercicios elaborados para construir imágenes más sofisticadas. Nada de eso les va a ser útil en ese momento.
Lo que realmente les sirve es encontrar el disfrute de hacer imágenes, conectar la fotografía con su vida cotidiana. Les sirve entender por qué esas imágenes que les llegan por la mañana o por la noche, cuando están acostados, también forman parte de algo más grande. Son otro tipo de conexiones las que hacen que alguien diga: “Mira qué interesante esta imagen, qué interesante esta fotografía, me gusta esto”.
Ahora, para alguien que ya lleva dos, tres, cuatro o cinco años haciendo fotos y que empieza a sentir que se le hace difícil armar un proyecto, editar su trabajo o explicarlo… para esa persona se requieren otras herramientas.
Ahí es donde uno, como docente o guía, no es un libro de recetas. Uno acompaña. Uno escucha y sugiere: “Mira, esto te podría servir, ¿has visto tal cosa? ¿Y si haces este ejercicio?”
Yo soy muy de ejercicios prácticos. Cosas simples: agarra un papel y haz esto. Dos mapas conceptuales te pueden ayudar a ordenar una idea; los mapas semánticos sirven para otras. Haz este ejercicio con alguien más.
Muchas veces creemos que los problemas para desarrollar un proyecto tienen soluciones muy complejas. Pero generalmente, la clave está en hacer cosas pequeñas. Ahí es donde se marca la diferencia: en un caso estás mostrando lo interesante de tu cotidianidad, y en el otro, estás trabajando sobre tus propósitos como autor.
¿Qué consejos o palabras finales darías a alguien que desea explorar temas sociales y antropológicos, que quiera sumergirse en la periferia y aportar una propuesta distinta, novedosa, quizá con un enfoque más artístico?
Yo creo que es lo mismo que hablábamos la vez pasada. Más allá de “ir a la periferia”, lo importante es creer en uno mismo.
De hecho, no recomendaría a nadie que simplemente vaya a fotografiar la ruralidad. Ahora, por ejemplo, estoy tratando de volver a los lugares que me pertenecen: la ciudad. Actualmente estoy trabajando en un proyecto sobre Bogotá.
Para mí, lo importante es confiar en uno mismo. Lo único que podría recomendar es eso: escucharse, creerse. Hay que mirar las imágenes que uno hace y reconocer que lo que uno produce es especial, que tiene valor.
En mis talleres, justamente hablo de eso. No se trata tanto de mirar a otros —aunque estudiarlos puede ser útil—, sino de aprender a vernos a nosotros mismos, a escuchar lo que tenemos dentro y a confiar en ello. Porque si uno no cree en su propio trabajo, nadie más lo va a hacer.
Ahora estoy trabajando en un proyecto que comencé hace ocho o nueve años. Son fotografías en película, hechas en Bogotá. Llevo más de una década fotografiando mis recorridos diarios, influenciado al principio por la fotografía de calle que me gustaba —como la de Daido Moriyama—, pero en el fondo era simplemente mi día a día: salir con una cámara y registrar.
Hace poco empecé a ordenar ese archivo, lo escaneamos, y decidí darle un cierre, o al menos un nuevo sentido. Seguí trabajando en película, enfocado en mi vida cotidiana, pero ahora con la intención de ir cerrando esa etapa.
Seguiré viajando, contando historias fuera de mi ciudad, pero también quiero volver a Bogotá, a mis historias, a mis temas. Y creo que eso ha sido, de alguna manera, una decisión intuitiva, una manera de volver a mí mismo.
Entrevista: Luis Cáceres Álvarez