Desde Italia, Sergio Urday, reconocido fotógrafo peruano, reflexiona sobre su trayectoria y el poder transformador de la fotografía en su vida. Nacido en Lima en 1968, en el seno de una familia artística, Urday encontró en la fotografía una vocación que lo llevaría a destacar internacionalmente. Tras dejar la facultad de arquitectura entre 1987 y 1989, se dedicó a explorar el arte fotográfico y, en 1989, ingresó al staff de Caretas, una de las revistas más prestigiosas de Perú. Solo dos años después, su talento y visión fueron reconocidos a nivel internacional cuando obtuvo el Premio Internacional de Periodismo Rey de España en la especialidad de fotografía en 1991. Este galardón marcó un punto de inflexión en su carrera, consolidándose como uno de los fotógrafos más destacados de su generación.
Entre 1993 y 2003, Urday formó parte del equipo fotográfico y editorial del diario El Comercio, donde perfeccionó su enfoque visual y su habilidad para narrar historias a través de la imagen. Su vocación no se limitó al fotoperiodismo, ya que también desempeñó un importante rol como profesor en prestigiosas instituciones, transmitiendo su vasto conocimiento a nuevas generaciones de fotógrafos. Además, ha participado en numerosas exposiciones, tanto individuales como colectivas, en Perú y a nivel internacional, consolidando su posición como uno de los grandes referentes de la fotografía peruana contemporánea.
En la siguiente entrevista para la Asociación de Foto Periodistas del Perú, Urday señala que la constante exploración de conceptos como identidad, modernidad y nación no solo están presentes en sus proyectos fotográficos, sino también en sus enseñanzas, donde invita a los nuevos fotógrafos a pensar más allá de la imagen, a identificar los símbolos y las contradicciones que definen nuestro tiempo.
¿Cómo influyó tu experiencia en Caretas y el contacto con tus mentores en tu desarrollo como fotógrafo y periodista?
Comencé a fotografiar a finales de los años ochenta. Si no me equivoco, fue el 10 de septiembre de 1989, cuando ingresé a Caretas. Llegué allí después de alejarme de la facultad de Arquitectura, donde estuve dos años estudiando. Cuando dejé la universidad, mi padre, algo preocupado, me preguntó: “Bueno, ¿qué vas a hacer?”. Por casualidades de la vida, era amigo de Zileri, y eso me permitió entrar a Caretas como practicante, desde lo más básico. Así empezó todo.
A veces pienso en la suerte que tuve al encontrar algo con lo que conecté de inmediato: primero, con la fotografía, y luego, casi al instante, con el periodismo. Estas son cosas que no siempre se alinean fácilmente. Mi inicio en Caretas fue un gran punto de partida. Comencé con conocimientos muy básicos, aprendiendo en la práctica tanto la técnica fotográfica como del Perú mismo.
Hasta ese momento, mi experiencia se limitaba a dos años de universidad y a una vida en una burbuja, como suele pasar en Lima o incluso en las provincias. Salir de esa burbuja fue un choque, pero contaba con dos herramientas que me apasionaban. Tuve la fortuna de contar con buenos maestros que me guiaron en mi desarrollo técnico: Víctor Chacón, René Segovia, Carlos Saavedra (quien falleció hace poco más de un año), y Óscar Medrano, que había documentado la guerra interna en Ayacucho. También estaba Abilio Arroyo, corresponsal de Caretas en Huamanga, quien luego pasó a Lima a cubrir policiales.
Ese contacto directo con la realidad fue como una bofetada a mi pequeño mundo. Así que me enfoqué en perfeccionar la técnica: el manejo de la exposición, el movimiento, la profundidad de campo, el uso del flash de relleno, los revelados, la sobreexposición, y el lenguaje periodístico en general: iluminación, claridad, el instante, la noticia, el impacto. La técnica, entendí, debía convertirse en algo instintivo, un reflejo. Solo después de dominarla puedes enfocarte en los conceptos y los elementos fundamentales que gobiernan la fotografía.
Durante mi primer año y medio en Caretas, me sumergí completamente en este proceso. En paralelo, también descubrí el Perú, y me esforcé en hilar conceptos y técnica. Antes de entrar a Caretas, hice un curso en Kodak, cuando su central en Arriola aún era un referente en el mercado. Kodak tenía un gran profesor Percy Arrasco que nos enseñó un gran laboratorio y ofrecía una sólida formación técnica. Aprendí allí el uso clásico de la cámara, revelado en blanco y negro y a color, Kodak Chrome, y las bases de iluminación para estudio. Tenía apenas 17 o 18 años, y fue una experiencia invaluable para mi desarrollo.
Vale la pena mencionar que mi familia también tuvo influencia en mi formación artística. Mi padre era pintor, y mi madre, ambos estudiaron en Bellas Artes, allí se conocieron y después se casaron.
¿Cómo influyó crecer en una familia artística en tu decisión de dedicarte a la fotografía?
Como cualquier influencia, el tema estético, el arte y la idea de convertir un pensamiento en algo concreto siempre estuvieron presentes en mi entorno. Mi padre no nos inculcó esto de forma directa, sino de manera lúdica durante nuestros primeros años. Nos llevó a museos, galerías y nos mostró libros. Incluso, a los 13 años, nos llevó a Europa y recorrimos juntos los museos de París y Londres.
Estas experiencias, aunque pequeñas, no necesariamente te forman en la infancia, pero sí dejan un reflejo que se manifiesta más adelante. En mi caso, muchas de estas vivencias influyeron de manera significativa en mi conexión inmediata con la fotografía. Ese aprendizaje espontáneo y lúdico, guiado por mi padre, moldeó mi forma de ver y de hacer.
Sin embargo, debo admitir que nunca aprendí a dibujar, algo que imagino fue una pequeña frustración para mi padre, considerando que él era pintor.
¿Cómo describes el ambiente fotoperiodístico en el Perú durante los años 80 y 90, en un contexto de violencia política y crisis social?
Diría que cuando ingresé, me tocó vivir un momento de cambio generacional y profesional en la fotografía. En esa época, muchos teníamos una formación empírica o autodidacta. Era común que quienes llegaban a las revistas o periódicos empezaran como ayudantes de laboratorio o portapliegos, y en algún momento se conectaban con la fotografía. También había quienes venían de provincia, con algún tipo de experiencia previa, y lograban establecerse en medios de comunicación en la capital. Aunque no era una educación formal, sí era un aprendizaje significativo.
Luego comenzó a emerger una nueva generación de fotógrafos con formación académica. Por ejemplo, la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima, una de las primeras en abrir en el país, se consolidó a mediados de los ochenta. De allí salieron figuras como Jaime Rázuri y Susana Pastor, quienes representaban un puente entre lo empírico y lo académico.
Más tarde, surgió una camada de fotógrafos con una preparación más estructurada, como Mayu Mohanna, Nancy Chappell, Carlos Lezama, Pedro Cárdenas, Yayo López, Miguel Carrillo, Verónica Salem, Enrique Cuneo, Carlos Lezama. Algunos, como Ana Cecilia Gonzales Vigil, estudiaron en el extranjero y luego regresaron; otros, como Mariana Bazo, venían de disciplinas distintas, como la historia, y se orientaron hacia la fotografía. También estaba Silvia Izquierdo, entre otros.
Este cambio generacional coincidió con un cambio estructural en el país. Por ejemplo, en los ochenta, tras el retorno de la democracia, El Comercio fue devuelto a sus dueños después del gobierno militar. En los noventa, El Comercio comenzó una reestructuración encabezada por Elio Leturia. Estos eventos, aunque parezcan casuales, terminaron marcando el desarrollo del periodismo gráfico y la fotografía en ese periodo.
¿Cómo influyó el ingreso de Ana Cecilia Gonzales Vigil como editora gráfica en El Comercio, considerando que asumió un puesto de liderazgo y comenzó a formar a nuevas generaciones?
Ana Cecilia Gonzales Vigil, si mal no recuerdo, llegó a El Comercio en 1993 o 1994, aunque esas fechas podemos confirmarlas. Antes de ella, hubo otros dos editores gráficos: Silvia Miró Quesada y Lucho Muroya. Esta sucesión refleja una evolución interesante. Silvia tenía una formación más orientada al periodismo que a la fotografía, pero asumió un rol de liderazgo hasta principios de los noventa. Después hubo un periodo de transición, y para 1993, cuando ingresé a El Comercio, el editor gráfico era Lucho Muroya, quien provenía del área de redacción. Ana Cecilia, por su parte, fue la primera persona en ese cargo con una formación en Reino Unido especializada en fotografía.
Es importante entender el contexto de esta transición. A mediados de los noventa, El Comercio estaba pasando por un proceso de transformación hacia la digitalización. Esto incluyó el rediseño del logotipo, la reorganización de las secciones, la adopción de nuevas formas de redacción y la implementación de herramientas para premaquetar el diario, conceptos que eran completamente novedosos. Hasta ese momento, el diario funcionaba con sistemas tipográficos tradicionales. Este cambio hacia lo digital, aunque incipiente, representaba un cambio de mentalidad importante y generó tensiones entre las generaciones más tradicionales y las emergentes. La fotografía, por supuesto, no estuvo exenta de estas rivalidades.
En cuanto a mi trayectoria, inicié en Caretas el 10 de septiembre de 1989 y permanecí allí hasta enero de 1992. Después, colaboré informalmente con Somos mientras trabajaba en proyectos personales. En paralelo, en 1991, viajé a España a recibir el Premio Rey de España, un reconocimiento que sin duda fue un espaldarazo para mi carrera. Recuerdo que el 5 de abril de 1992, durante el autogolpe de Fujimori, estaba en la redacción de EFE y fue allí donde me enteré de los hechos. Ese año regresé a Lima y seguí colaborando esporádicamente con Somos. También realicé un reportaje independiente sobre la Candelaria en Puno. Hacia finales de 1993, recibí la propuesta para formar parte del equipo de fotografía de El Comercio. Permanecí como fotógrafo hasta 1995, cuando asumí el cargo de editor gráfico, posición que ocupé hasta 2003.
¿Cuántos años tenías cuando ganaste el Premio Rey de España y qué impacto tuvo en tu carrera profesional?
Eso fue en el 91. Cuando tomé la foto tenía 22 y cuando recibí el premio 23, era muy joven. En ese momento, y sin ánimo de parecer pretencioso, pocas personas habían ganado un premio de esa magnitud en fotografía. Más tarde llegaron otros profesionales que obtuvieron reconocimientos como el World Press Photo o el Premio Rey de España, pero eso fue después. Si pienso que obtuve ese galardón en el 91, significa que en apenas dos años de carrera había logrado algo significativo.
El impacto en mí fue profundo. Fue un golpe de confianza, una confirmación de que mi elección profesional era la correcta, que no me había equivocado. Ganar un premio así, a esa edad, te llena de certeza y seguridad en tu camino. Además, ese año fue emocionalmente intenso porque en septiembre de 1990 falleció mi padre, a quien admiraba profundamente. Él era pintor, un hombre de su época, y su muerte a los 52 años fue un golpe muy fuerte para mí. Todo ocurrió en un lapso de año y medio, incluido el premio, lo sentí como un homenaje a él, una manera de validar que estaba en el camino correcto.
Respecto a la fotografía que me otorgó el premio, fue tomada el 28 de marzo de 1991, durante un recorrido de Fujimori por colegios en el contexto de la epidemia de cólera. Fujimori estaba inspeccionando las instalaciones, y en uno de los colegios ingresó al baño de hombres. Yo, siguiendo la doctrina de Caretas, me coloqué estratégicamente en el lugar correcto para fotografiar. Al salir del baño de hombres, Fujimori ingresó al baño de mujeres, y mientras todos los fotógrafos se aglomeraban en la puerta, noté que uno de los cubículos estaba vacío. Aproveché la oportunidad, me subí al inodoro y preparé mi cámara, una Olympus OM10 con un lente Zuiko de 2f/20mm rectificado para evitar la deformación, excelente para corrección de paralelismo. Una lindura de lente.
Desde esa posición, usé un flash de marca Metz, de relleno, y comencé a disparar mientras llamaba la atención del presidente. Era ir disparando e ir llamando. De pronto, mira y la foto se da, ¿no? Son segundos. Cuando salí, sentía que tenía algo importante.
En Caretas había mucha competencia, sana, pero competencia, especialmente en la sección de “apertura política”, donde la foto ocupaba la doble página de la apertura de la sección política de la revista y trataba los temas más relevantes de la semana. En este caso, el titular fue “Solo se le pide que acierte”, y la imagen daba la impresión de que Fujimori estaba miccionando, lo que le añadió un toque irónico y memorable a la fotografía.
Muy premonitorio para lo que significa ese personaje político.
Sí, en ese momento no lo sabíamos, pero resultó ser premonitorio de la historia. Así pasa. Hay tantas imágenes icónicas que capturan momentos cruciales. Por ejemplo, las fotos del juzgado de Uchuraccay, donde se muestra esta imagen clásica que representa el enfrentamiento de una comunidad con un Estado ausente. Más allá de la justicia, esa imagen es un símbolo de la realidad del país.
También está la foto de Silvia Izquierdo, donde Tudela aparece con el tobillo herido saliendo de la residencia de la embajada. Ch. Vargas tiene tantas imágenes que en este momento no me puedo acordar de una, al igual que Medrano, con esa poderosa fotografía en la que están enrollando el afiche después del atentado. Son imágenes que no solo documentan un momento, sino que encapsulan toda una época.
Eso es lo que todos aspiramos en este campo: lograr una imagen que trascienda lo inmediato y sea capaz de contar una historia más amplia, de capturar un contexto más profundo.
¿Hay alguna cobertura o fotografía que consideres como un gran punto de inflexión también en tu carrera?
Superar ciertos momentos de tu biografía puede ser un desafío, sobre todo cuando te encasillan en una imagen estereotipada. Aunque he realizado muchas otras fotos en prensa, y podría mencionar dos o tres momentos importantes, siento que logré romper con esta especie de “sombra de foto”, que de alguna manera sentía con la foto de Fujimori, y pienso que la superé después de desarrollar el proyecto fotográfico de Retratos Callejeros. Este proyecto, que desarrollé en 2002, es una intervención fotográfica, con un concepto predefinido, pero con una base documental sólida. Es una mezcla que refleja mi propia formación, una combinación de estilos y enfoques.
La idea de este trabajo no nació en 2002, sino en 1993, cuando quise hacer un registro fotográfico en la periferia de Lima, documentando fiestas patronales, quinceañeros y matrimonios con un estudio fotográfico en la calle. Aunque no pude llevarlo a cabo en ese momento, en 2002 se presentó la oportunidad de adaptarlo a un proyecto para PROMPYME, una iniciativa estatal, y lo realizamos en campo.
¿Por qué siento que rompí con esa “sombra”? Primero, porque creé un cuerpo de imágenes significativo que aborda temas identitarios del Perú: nuestra diversidad, particularidad y esencia. Utilicé una cámara 4×5, clásica de los reporteros de los años cuarenta y cincuenta, similar a la que usaba Weegee. Me inspiré en la fotografía documental del siglo XIX, en figuras como Courret y Chambi, este proyecto presentó a personajes de la calle tal cual eran, sin una selección previa ni filtros. Ellos llegaban y se ponían frente a la cámara de 4×5 pulgadas, donde se había preconfigurado un escenario que mezclaba sentido periodístico, artístico, documental e incluso publicitario.
Para mí, este trabajo es la ruptura definitiva con aquella imagen de Fujimori que me encasillaba, un verdadero paso adelante en mi desarrollo fotográfico y personal.
Rolando Centeno
Proyecto Retratos Callejeros
Lima – Perú
©Sergio Urday Larrea
Año 2002
¿Cómo fue la experiencia de trabajar durante una década en el equipo fotográfico y de edición de El Comercio? ¿Qué lecciones te dejó ese período?
Cuando pasé de trabajar en una revista semanal a un periódico diario, experimenté un cambio importante en la dinámica laboral. En la revista, el trabajo no era tan continuo; se seleccionaban temas específicos para cubrir, con una mezcla de agenda propia y seguimiento a las actividades del presidente, el Congreso o temas como terrorismo y economía. También había espacio para abordar temas inesperados, como reuniones de economistas que discutían el futuro de la economía local.
En el periódico, en contraste, todo giraba en torno a la edición diaria. Si bien existía una agenda propia, el peso principal recaía en la noticia diaria. Había artículos de profundidad, pero estos eran parte del área editorial. La unidad de investigación no publicaba continuamente con fotos, pero Ana Cecilia implementó algo significativo: una foto-historia que se realizaba semanalmente o cada quince días. Este fue uno de los grandes cambios que marcó la diferencia en la producción visual del periódico.
Otro aspecto clave fue el avance tecnológico. Además, noté que la preparación del equipo era mayor, con un lenguaje más técnico y formal que reflejaba una nueva generación de profesionales.
Paralelamente, empecé a enseñar fotografía, lo cual fue crucial para mi desarrollo. En los años 1993 o 1994, comencé a dar clases en Gaudí, incluso antes de hacerlo en el Centro de la Imagen, y también en la Universidad de Lima, donde enseñé durante 14 años. Esa experiencia docente fue espectacular y complementó mi formación de una manera única.
¿Cómo ser docente de fotografía te ayudó a entender mejor la fotografía, al estructurar la técnica, la historia y los estilos?
Comencé mi experiencia docente con los corresponsales escolares el año 1994. Fue ahí donde estructuré por primera vez los ensayos de todo lo que tenía en la cabeza, lo que había aprendido hasta ese momento. Ese proceso de enseñanza te obliga a reflexionar y reorganizar tus conocimientos. Aunque en esencia trabajas con conceptos que otros han desarrollado, el acto de regenerarlos o recrearlos desde tu perspectiva te hace más consciente de lo que sabes y establece un antes y un después en tu manera de pensar. Esto me llevó a desarrollar una metodología propia.
En un principio, trabajé con conceptos básicos: la regla de tercios, la elipsis, el movimiento en la composición y la importancia de los planos. Entendí que mientras más planos haya en una fotografía, no solo se genera un movimiento circular en la composición, sino también una profundidad dinámica que aporta a la narrativa visual. Todo esto era, en gran parte, intuitivo. Sin embargo, no se discutía de manera estructurada en los espacios donde trabajaba, como en la redacción de Caretas o El Comercio. Fue en esa etapa inicial con los corresponsales escolares cuando comencé a concretar estas ideas.
El uso del flash también fue una de las áreas donde logré aterrizar mis aprendizajes. Siempre tuve buena relación con los aspectos técnicos y electrónicos, lo cual facilitó mi desarrollo. Aprendí a resolver rápidamente en campo, organizando prioridades: establecer qué hacer primero, qué ajustar después, y hacerlo con rapidez. Enseñar no solo implica transmitir conocimientos técnicos, sino también desarrollar un criterio claro. Eso significa dar instrucciones precisas, como ajustar dos pasos si estás cerca del sujeto o aumentar dos pasos si estás más lejos, y entender cómo manejar el equipo manualmente en ausencia de tecnologías como el TTL, que no existía en mis inicios, ya que solo se contaba con funciones automáticas.
Todo este aprendizaje y organización de ideas comenzaron con los corresponsales escolares, pero se consolidaron más tarde en mis experiencias como docente en Gaudí, la Universidad de Lima y la UPC. Esa evolución fue clave para estructurar una metodología que hoy forma parte de mi enfoque profesional.
Por ejemplo, cuando entrevisté a Billy Hare, él mencionó que la educación formal no garantiza aprender a ver, ya que saber ver es algo que se lleva dentro. Desde tu experiencia como autodidacta y docente, ¿cómo interpretas esta afirmación?
Yo lo veo de manera un poco diferente. No digo que lo que Billy señala sea incorrecto; es su experiencia. Por lo que he observado, hay personas que, como bien dice él, ya traen esa sensibilidad innata, que «ven» de manera natural, pero también hay quienes logran desarrollarla a través del trabajo. No creo que tenga mucho sentido definir un perfil ideal del fotógrafo que nació con el don, porque lo importante es el proceso. He visto casos de personas que empiezan sin muchas de las características iniciales, como el manejo técnico o el conocimiento conceptual sobre cómo abordar la fotografía periodística o cómo «ver».
Una cosa es que te expliquen que una fotografía debe combinar lenguaje corporal, iluminación, claridad, noticia, instante e impacto, todo en un solo cuadro y adaptado al momento. Pero otra cosa muy distinta es lograrlo en el campo. Ahí es donde entra la diferencia: hay quienes parecen llevarlo en la piel, en el ojo, y hay quienes, a base de perseverancia, constancia, estudio, práctica y ensayo-error, alcanzan niveles que no parecían posibles al inicio.
Ahora, donde sí coincido con Billy es en que la sensibilidad es algo que tienes o no tienes, y eso está directamente relacionado con la capacidad de ver. Así como existen perfiles para ser ejecutivos, también los hay para ser fotógrafos. No se trata de estandarizar, pero la sensibilidad es un aspecto clave. Hay personas con una gran empatía, mientras que otras carecen de ella. No significa que unas sean mejores o peores, simplemente son diferentes, con cualidades distintas. Sin embargo, la sensibilidad es algo que considero indispensable, porque de ahí proviene la capacidad de «ver».
Más periodístico…
Más allá del tipo de fotografía que realices—periodística, de moda, de comida, de paisajes, o artística—si no tienes sensibilidad en el área en la que te desenvuelves, estás perdido. Una de las cosas que más me ha costado es aprender a transitar del periodismo hacia un trabajo más personal. Ha sido un proceso de años, no de meses. No significa dejar por completo ciertas áreas, sino más bien reconocer que ya las exploraste, que las conoces, y decidir aventurarte hacia otros espacios desconocidos.
Por eso te digo que mi trabajo, un ejemplo puede ser el proyecto de retratos callejeros, no surge como un rechazo al periodismo o un intento consciente de pasar a otra etapa, sino que nace directamente de mi experiencia en el periodismo. La fotografía que hago ahora, más enfocada en lo personal, es una consecuencia de ese pasado.
En un contexto como el peruano, marcado por tantas desigualdades y conflictos, ¿qué elementos consideras esenciales para contar una historia visualmente poderosa?
Investigar y tener un grado de empatía son fundamentales en el proceso de trabajo fotográfico y periodístico. Mientras más alto sea ese grado de empatía, mejor, pero es crucial evitar caer en el paternalismo, ya que esto puede desvirtuar la intención del trabajo. La sensiblería es peligrosa; es como la diferencia entre hacer un buen chiste y uno grosero: una línea delicada que no se debe cruzar. El reto está en equilibrar investigación y empatía, entendiendo que escuchar al otro es clave, no para replicar un discurso conocido sobre pobreza o drama, sino para comprender cómo cada persona vive y reflexiona sobre su situación.
El hecho es que escuches a la persona para saber cuán consciente eres de su drama, cómo se ha desarrollado esta situación compleja, cuál es el drama del país. Por ejemplo, a mí no me gustan estilos llorones. Eso sí lo detesto. El periodista peruano debe buscar una mirada propia, más cercana y comprometida, sin caer en ideologías que enturbien el mensaje periodístico. No con una mirada paternalista ni conmiserativa, o escarbar en el dolor.
Un ejemplo personal de esta filosofía fue durante las Entrevistas del Milenio, un proyecto que desarrollé junto con Jimena Pinilla y Julio Villanueva en el año 2000. Si bien fui editor, siempre procuré mantener el contacto con la fotografía, especialmente de campo. Mi enfoque era claro: la sesión de fotos debía ser un espacio autónomo, separado de la entrevista. Esto permitía una conexión genuina con la persona fotografiada. Aunque algunas veces coincidí en tiempo con los redactores, siempre procuré trabajar en mis propios términos, asegurándome de tener una hora o más para la sesión.
Recuerdo casos como el de Juan Acevedo, con quien estuve cuatro horas conversando antes de tomar las fotos. En el caso de los retratos, no se trata solo de fotografiar a la persona, sino de capturar el vínculo, esa conexión que se genera entre fotógrafo y sujeto. Es un proceso en el que la empatía, la comunicación, y la creación de un espacio seguro son esenciales para lograr una mirada horizontal, de tú a tú.
Sin embargo, el periodismo puede ser cruel, ya que muchas veces no ofrece el tiempo necesario para estos procesos. Aquí entra en juego la histórica relación entre redacción y fotografía. Durante décadas, la fotografía estuvo subordinada a las decisiones de la redacción, desde los temas hasta los tiempos asignados. Esto generaba tensiones, especialmente en los años noventa, cuando una nueva generación de fotógrafos más preparados comenzaba a defender su espacio y sus ideas frente a redactores de una generación anterior menos acostumbrados a este tipo de debates.
Eso también me comentaba Ana Cecilia. A veces eran bastante reacios y decían: «Ya tenemos un estilo de foto, queremos que consigas esto. Si vas a experimentar con tu creatividad, hazlo en otro lado».
El contenido es fundamental en la fotografía periodística, y aunque la estética y el lenguaje corporal son importantes, jamás deben ir por encima de la información que la imagen debe transmitir. Un ejemplo crítico es el caso de la entrega de las llaves de La Cantuta, un evento que simbolizaba la evidencia tangible de un crimen atroz. En ese contexto, como fotógrafo, te enfrentas a decisiones complejas: ¿qué debes priorizar? ¿Qué elementos de la escena cuentan mejor la historia?
En situaciones como esta, la misión del fotógrafo es capturar una variedad de planos: primer plano, plano medio, plano general, y, de ser posible, un close-up. Cada uno cumple una función informativa distinta y permite que el editor elija la imagen que mejor cuente la historia al público. Sin embargo, la decisión clave surge al considerar cuál de estas imágenes debe liderar la narrativa.
En el caso de las llaves de La Cantuta, el primer plano de las llaves, ese close-up, es el corazón de la noticia. Es la prueba material que vincula el lugar con los estudiantes desaparecidos, el elemento que da peso a la historia. Aunque es crucial tener un registro del contexto general, como el lugar del hallazgo o las personas involucradas, el detalle de las llaves es lo que lleva la carga simbólica y probatoria.
¿Cómo definirías tu estilo dentro de la fotografía documental peruana? ¿Qué elementos visuales o narrativos consideras característicos de tu trabajo?
El periodismo documental, al igual que la fotografía documental, abarca diversos escenarios. Dentro de la fotografía de prensa, aplico los conceptos básicos como punto de partida. A medida que he evolucionado en mi fotografía documental, he mantenido una constante en mi enfoque, reflejando tres temas fundamentales en mi trabajo: identidad, modernidad y nación.
La identidad representa lo que somos, la modernidad se entiende como el momento en el que vivimos, donde convergen diversas circunstancias sociales, históricas, religiosas y económicas, y la nación, como una construcción aún inacabada. Estos tres elementos han guiado mi trayectoria, permitiéndome moverme entre la fotografía documental periodística y proyectos más personales, pero siempre manteniendo ese espíritu documental.
Machu Picchu/Tríptico 1
Machu Picchu – Cusco – Perú
©Sergio Urday Larrea
Año 2011
¿Identidad, modernidad y nación serían los tres pilares fundamentales de la evolución de tu mirada desde Caretas hasta ahora?
Descubrir el país es entender sus contrastes: pobreza y riqueza, costa, sierra y selva, minería, narcotráfico, violencia, delincuencia y corrupción. Estos tres elementos —identidad, modernidad y nación— me han ayudado a desarrollar mi trabajo a lo largo de diversas circunstancias. No solo se trata de aprender a fotografiar, sino de afinar la sensibilidad para ver esas realidades.
El tema de identidad, lejos de ser algo nuevo, ha estado presente desde siempre. En la década del 2000, no solo en el periodismo, sino también en el arte, se han explorado distintos enfoques de la identidad, desde lo personal hasta lo nacional. Enseñaba a mis alumnos a registrar esos contrastes utilizando los elementos de la fotografía para darles contexto. No se trata de hacerlo de forma superficial, sino de captar los símbolos que rodean el momento de la noticia.
Por ejemplo, si se te encomienda cubrir el aumento del precio del pollo, hay que contrastar lo que representa el capitalismo a través de los productos y, de pronto, mostrar a una señora cargando a su hijo. Es un contraste entre lo local y lo global, lo peruano y lo genérico. Lo interesante es cruzar esos tres mundos: el inconsciente colectivo nacional, el mundial y el personal, porque son realidades vastas y complejas que confluyen constantemente.
Tengo una interpretación de lo que yo creo que es el inconsciente colectivo dentro mío, mi mundo real, mi mundo imaginario, mis circunstancias y cómo lo veo. Lo interesante es cómo hacer cruzar estos tres mundos, estos tres universos, porque son cosas inmensas.
Para retomar el tema de la educación fotográfica, tienes 14 años de experiencia como docente. Has sido testigo de la evolución de la educación fotográfica en el Perú, especialmente en Lima, con instituciones como el Instituto Gaudí, el Centro de la Imagen y las universidades. ¿Cómo percibes su desarrollo ahora?
En los años ochenta, la fotografía en el Perú era una disciplina precaria. No existían instituciones dedicadas a su promoción, conservación o estudio. Me refiero a museos, bibliotecas, organizaciones privadas o incluso coleccionistas particulares que valoraran la fotografía al nivel de otras expresiones artísticas, como la pintura, que también enfrentaba limitaciones en el país. El conocimiento sobre la conservación de archivos apenas comenzaba a desarrollarse. Recuerdo que figuras como Mariana Montalvo y Milagros de la Torre, entre otras, iniciaron estudios sobre conservación en esa época.
Además, no había curadores ni críticos especializados en fotografía. Tampoco existía un flujo para la producción de fotografías al interior del diario. Hablo de un proceso estructurado que permitiera evaluar, analizar y mejorar el trabajo fotográfico. Sin un sistema concreto y perfiles definidos para cada tarea dentro del proceso, era imposible implementar mejoras. La idea de mejora continua no es exclusiva de la empresa privada; también aplica a la organización interna de un medio de comunicación e incluso a la gestión personal.
En aquella época, la formación de fotógrafos era más intuitiva y menos estructurada. Esto no desmerece los logros de los profesionales de esa generación, pero una organización más metódica habría facilitado la comunicación y el intercambio de información de manera más eficiente. La informalidad, aunque permite cierta creatividad, puede llevar a reinventar conceptos que ya existen, lo cual resulta innecesario. Por otro lado, si bien la metodología y la estandarización son útiles, también pueden dificultar la expresión más libre y personal, lo que exige encontrar un equilibrio entre ambas.
En paralelo a la evolución de la educación en fotografía en el Perú, ¿qué fotógrafos han sido una influencia para ti? ¿Cuáles son tus favoritos y por qué? ¿Qué nombres han captado tu atención, tanto en el ámbito peruano como en el internacional?
En ese momento, aunque había muy buenos fotógrafos, las bases necesarias para desarrollar una fotografía sólida, tanto a nivel institucional como personal, eran limitadas. Yo entiendo la fotografía como un todo: no se trata solo de periodismo, sino también de fotografía de autor, documental, de moda y otras ramas. Cada una tiene sus particularidades, pero en el Perú no existía una organización institucional ni una crítica que ayudara a hacerla crecer de manera integral. En las galerías, la fotografía era vista más como una actividad amateur que como un arte consolidado.
Dentro de este contexto, surgieron movimientos que lograron destacarse, como el encabezado por Billy Hare y Fernando La Rosa, quienes fundaron Secuencia. También estaban Mariella Agois y Roberto Fantozzi. Fue una movida con personalidad, aunque temporal, que ha logrado trascender en el tiempo y que considero relevante. Sin embargo, algo que aún persiste en el ámbito artístico peruano son los egos. Estos generan grandes dificultades para trabajar en proyectos colectivos. Muchas veces escuchamos críticas como “¿Por qué Caretas? ¿Por qué El Comercio? ¿Por qué este fotógrafo y no otro?”. Creo que los procesos históricos deben entenderse como tales: primero se recopila la información, y luego, con objetividad, se organiza para construir un relato coherente.
En los años noventa, empezaron a surgir instituciones, galerías y museos que comenzaron a mirar la fotografía con una importancia histórica y artística. La fotografía comenzó a ser vista como un reflejo trascendental de la identidad nacional, no solo en términos históricos, sino también contemporáneos. Ya no se trataba únicamente de institutos, sino de universidades que comenzaron a enseñar esta carrera. Así, se consolidó una red de fuerzas que hicieron de la fotografía un medio relevante, reflexivo y representativo. Este cambio culminó en un hito importante: la colección del Museo de Arte de Lima y la publicación del libro Documentos, que es un hito en la historia de la fotografía peruana.
Sin embargo, creo que no debemos entender la fotografía peruana como una línea continua que parte de Courret y pasa por Chambi, como si todo surgiera a partir de ellos. Aunque son referentes maravillosos y respetables, la historia de la fotografía en el Perú es mucho más compleja y multipolar. Hay influencias y desarrollos que no necesariamente siguen esa raíz. Por ejemplo, los estudios provinciales han jugado un rol importante, pero gran parte de ese material se ha perdido. Los pequeños estudios en pueblos y provincias registraron una riqueza visual y cultural que podría haber sido representativa de otros puntos de desarrollo. Si se investigara a fondo, estoy seguro de que habría grandes descubrimientos.
En la actualidad, el desafío sigue siendo contar esa historia desde una perspectiva más inclusiva y compleja, reconociendo las múltiples fuentes de influencia que han moldeado la fotografía en el Perú.
La famosa discontinuidad que se menciona en el libro…
Aunque parece lineal, cuando se habla de la historia de la fotografía en el Perú, los nombres que siempre surgen son Chambi y Courret. No desmerezco en absoluto su trabajo, porque son, sin duda, dos de los pilares más importantes. Por ejemplo, Jorge Deustua hizo un trabajo formidable al recuperar el archivo Courret para la Biblioteca Nacional, y era algo que debía hacerse. Con Chambi, la recuperación encabezada por Edward Raney y preservación también han sido fundamentales. Sin embargo, creo que la historia de la fotografía peruana no debería limitarse a estos dos nombres. Hay muchas otras influencias y desarrollos que merecen ser explorados y reconocidos.
En cuanto a mis influencias personales en el ámbito periodístico, tengo que mencionar a Víctor Ch. Vargas, quien fue clave en mi formación. Su trabajo en la revista Caretas fue un gran descubrimiento para mí. Entre comisiones y cierres de edición, fui aprendiendo de él, simplemente al escucharlo y observar cómo trabajaba. Su personalidad humorística y juguetona se reflejaba en su fotografía de una manera única. Fue una gran influencia y una gran persona. También están Medrano y Carlos Saavedra, quienes, cada uno en su especialidad, han dejado una marca importante en mí. Juan Enrique Bedoya, además de ser amigo, es alguien a quien admiro profundamente. No solo como fotógrafo, sino como un investigador que entiende la fotografía como una herramienta para contar historias, con un manejo sólido de conceptos.
En cuanto a fotógrafos internacionales, mis influencias incluyen a André Kertész y Brassaï, cuyas imágenes descubrí en revistas. Por supuesto, también está Henri Cartier-Bresson, especialmente en los ochenta, que fue la época en la que más me influenciaron los grandes nombres de la fotografía.
Mi gran influencia, sin embargo, ha sido Víctor Ch. Vargas y el lenguaje visual de las revistas, particularmente Caretas. Más adelante, en El Comercio, la frecuencia de trabajo me permitió solidificar un lenguaje fotográfico propio. Pero fue con Vargas y la revista que realmente descubrí los secretos de la fotografía y comencé a construir mi identidad visual.
¿Qué consideras que distingue a la fotografía peruana en un contexto latinoamericano y global?
Los claroscuros… (Risas). Hay toda esta posedición que busca dar un carácter muy personal a las imágenes. Lo documental, en muchos casos, ha dejado de ser un reflejo de la realidad a través del medio fotográfico. Ahora hay un intermedio, que es la manipulación en la edición posterior: los oscurecimientos, las alteraciones en los tonos. Personalmente, yo paso de eso. Tampoco entiendo completamente los fotolibros. Creo que un libro debería tener como autor al fotógrafo. No comprendo esta creciente tendencia de otorgarle al curador-diseñador un protagonismo superior al del fotógrafo. Me parece que responde más a una moda que a una necesidad. En ocasiones, el diseño termina opacando o distorsionando la esencia del trabajo fotográfico.
Por ejemplo, en el caso del libro de Jaime Rázuri. Él es un fotoperiodista formado en la Universidad de Lima en los ochenta. Sin embargo, me parece que todo el diseño y el contexto que rodean su libro distraen del núcleo de su trabajo. Incluso la personalización del tema de su secuestro, que entiendo como un momento crucial en su vida, termina sumándose a esta desconexión. El modo en que han editado el libro—la disposición de las fotos, los tamaños elegidos, los cortes realizados—afecta, en mi opinión, la naturaleza del trabajo de Jaime y no logra reflejarlo fielmente.
En contraste, el caso de Marco Garro me parece un ejemplo sólido y coherente. Su libro sobre Cerro de Pasco utiliza el soporte del fotolibro de manera que enriquece la narrativa. A pesar de que la presentación no es clásica, el lenguaje visual y la manera de comunicar son eminentemente periodísticos. Tal vez por eso me gusta tanto. Lo interesante es cómo ha llevado a cabo el proyecto, especialmente el uso simbólico de las lagunas, el uso del agua contaminada que contienen para el revelado de los retratos tomados en ese mismo entorno. Esto conecta directamente con como nuestro accionar transforma nuestro ambiente y como el agua extraída de este ambiente transforma a la fotografía, algo que está profundamente arraigado en su mensaje. En este caso, el trabajo es sólido y consistente, y el fotolibro se convierte en una herramienta que potencia, en lugar de restarle, al contenido.
¿Qué consejo darías a quienes buscan preservar y promover la fotografía peruana como un elemento cultural clave?
Lo clásico: perseverancia, constancia, investigar más. No lo veo como un consejo, sino como la base de cualquier trabajo, sea en fotografía, gasfitería o si eres ejecutivo. Es lo mismo: si no hay esfuerzo y coherencia con tus ideas, no se logra nada.
Creo que uno de los retos más difíciles de manejar en el Perú, debido a sus contrastes, es el tema de para quién trabajas y cómo se percibe tu trabajo. Por ejemplo, ¿eres una mejor persona si trabajas temas sociales? ¿Eso hace que tu trabajo sea más valioso por su connotación social? Para mucha gente, la respuesta es sí, y respeto esa forma de pensar. Pero mi mirada es diferente. En muchos casos, ese enfoque tiene un trasfondo más cultural, académico o artístico, lo cual está bien. Sin embargo, para desarrollar una carrera artística —o cualquier área en un país—, creo que sociedad, individuo, empresa y Estado deben ir de la mano. Si no están armonizados o al menos comunicados, las cosas no avanzan. La fotografía no escapa a esa realidad.
He sostenido esta idea a lo largo del tiempo. Muchos de mis proyectos han sido desarrollados en colaboración con empresas, buscando alianzas con la sociedad para reflexionar sobre temas como la identidad. Sin embargo, en el país nos enfrentamos a grandes obstáculos: egos inflados, prejuicios, resentimientos o sentimientos de superioridad. Todo esto frena cualquier proceso de desarrollo personal, estructural o económico. Es una pena que no hayamos logrado superar estas barreras, porque están llevando al país a repetir los mismos errores de los años ochenta.
Si esto lo llevamos a la fotografía con todo este contexto que tenemos los peruanos, ¿qué consideras esencial para que un proyecto fotográfico tenga un impacto significativo?
Debe haber una intención y un concepto claro. Ese es el punto de partida inicial, la base de cualquier proyecto. Tu motivación personal debe estar definida, porque eso guía tu trabajo. Puedes moverte en un océano, pero eres tú quien decide cómo nadar, y eso debe reflejarse en tu intención, en tu concepto. Es lo que te permite adaptarte a cualquier circunstancia, sea una región, un pueblo o la ciudad y llegar a un puerto sin ahogarte.
A mi modo de ver, el siguiente paso es realizar una investigación profunda y un trabajo serio de relacionamiento si tu enfoque incluye personas. Si trabajas algo más abstracto, la investigación y la reflexión siguen siendo esenciales. En el Perú, este proceso no puede desligarse de los conflictos internos que muchos llevamos: tensiones identitarias, el choque entre nuestro origen y el privilegio, el impacto de vivir en una sociedad racista. Es un conflicto real que todos enfrentamos de alguna manera. Preguntas como: ¿por qué tener éxito en un lugar de pobres? o ¿cómo reconocer mi origen frente a una sociedad racista? son difíciles de manejar, pero inevitables.
Personalmente, creo que no puedes quedar bien con todos. Sin embargo, si no logras comunicarte con diferentes niveles y estratos, será imposible sacar adelante un proyecto que aspire a ser un ejemplo de consenso. Eso es algo que los políticos peruanos no entienden porque, para empezar, carecen de valores. Pero tampoco se trata de sacrificarse al punto de no ganar dinero, porque hacerlo no significa ser menos honesto.
Desde 2003 trabajo de manera independiente. La fotografía es mi oficio, y he tenido la fortuna de desarrollar tanto proyectos personales como grupales. Pero vivimos en un capitalismo brutal, y parte de nuestra reflexión como fotógrafos y artistas debe incluir cómo encontrar nuestro espacio en ese sistema. Hay que reconocerlo: es un escenario difícil, pero es el contexto en el que debemos buscar formas de crecer y aportar algo significativo.
Tuntumapata
Chumbivilcas – Cusco – Perú
©Sergio Urday Larrea
Año 2014
¿Qué temas deberían recibir más atención por parte de los fotógrafos peruanos, dado el contexto que mencionas?
La naturaleza misma del país responde a la pregunta. Creo que cada uno debe definir una línea clara; para mí, idealmente, es buscar consensos. Eso implica avanzar juntos. Durante la época en que yo hacía fotografía, el contexto era diferente: había terrorismo, y sectores de la izquierda, en algunos casos, se sentían seducidos por este. Su postura era ambigua, no se desvinculaban completamente, y las líneas eran sinuosas.
En ese entonces, la fotografía en el Perú carecía de la estructura que tiene ahora. No había tanta información, ni tantas instituciones, ni un inconsciente colectivo fotográfico desarrollado. Esto limitaba la discusión y hacía que los temas abordados fueran más dispersos. A pesar de esto, surgieron trabajos importantes. Por ejemplo, Nancy Chappell exploró el tema de la religión a través de un gran reportaje en Ayacucho en los años ochenta. Mayu Mohanna también trabajó la religión, pero desde un enfoque más personal. En general, los ensayos fotográficos se preocupaban más por cómo contar una historia en términos de contenido y forma, que por adoptar una postura definida.
Con los años noventa llegaron cambios significativos: la consolidación de la formación universitaria, la aparición del Centro de la Imagen, y la formalización de ciertos mercados e instituciones. Más tarde, internet y las redes sociales transformarán aún más el panorama, ampliando las posibilidades y las audiencias.
Hoy en día, tenemos ejemplos de fotógrafos con trabajos destacados: Musuk Nolte, Benavides, Giancarlo Shibayama y Eduardo Hirose, quienes, aunque no siempre trabajan desde el fotoperiodismo, manejan un lenguaje documental sólido. También destacan Luz María Bedoya y Flavia Gandolfo. Esta última, con un trabajo limitado en cantidad, pero sobresaliente en términos de contenido, como sus fotos de páginas de cuadernos escolares que muestran mapas del Perú. Milagros La Torre también ha aportado proyectos profundos y fuertes. Estas personas han demostrado ser consecuentes, no solo con la fotografía, sino con sus carreras, y han marcado tendencia para las nuevas generaciones.
Sin embargo, en cuanto al estado actual de la fotografía periodística, el panorama es complicado. Las plataformas tradicionales, como los periódicos, han perdido relevancia como canales de distribución masiva. Recuerdo el impacto que tenía publicar en Caretas; podía resonar en Lima y llegar a otras regiones. Ese tipo de alcance ya no es común. Además, un problema que siempre fue precario y ahora es aún peor son los sueldos.
Hoy en día, trabajar en prensa, sea como redactor o fotógrafo, habiéndose formado en una universidad, no garantiza una retribución razonable. En mi época, los dueños apelaban a la motivación y al “ponerse la camiseta”. Ahora, aunque aún se espera compromiso, la demanda es clara: debe haber una correspondencia justa. La camiseta sola ya no basta.
¿Qué crees que diferencia a los fotógrafos peruanos de otras tradiciones visuales en América Latina?
Bueno, para empezar, somos un virreinato, y eso marca una gran diferencia. Además, nuestra composición social es única, con una mezcla de criollos e indígenas, lo cual nos diferencia de otras regiones de América Latina, como Bolivia o Ecuador, aunque en menor medida.
Para un extranjero, el Perú es un país indígena. Y, a veces, en ciertos sectores de la sociedad peruana, aún persiste una falta de reconocimiento o aceptación de esa parte indígena, lo que genera un choque entre la visión externa y las dinámicas internas del país.
Totalmente. Y cada vez que viajas, te dicen que no pareces peruano o que no eres peruano. Eso refleja claramente el conflicto interno que vivimos. Queremos representar nuestra diversidad, pero, al mismo tiempo, no estamos dispuestos a reconocerla en su totalidad. Si miramos hacia atrás, en mi árbol genealógico, por ejemplo, mi bisabuelo nació en Chuquibamba y era indígena, pero también tengo orígenes italianos, chilenos y ecuatorianos. Por lo tanto, no me van a decir que no soy originario. Eso es algo que me molesta. La reivindicación de una sola parte de la identidad, sin reconocer el mestizaje y la complejidad de nuestro origen, me parece reduccionista.
Las bases de la fundación del Perú son muy particulares y diferenciadas, y eso se refleja en la fotografía y en la visión latinoamericana en general. El sentirse extranjero en tu propio país es molesto, y no es culpa de los nacionales ni de los extranjeros, simplemente es así. Es una realidad que nos obliga a hacer un constante ejercicio de revisión de nuestra identidad, nuestro pasado y nuestra psique. Sin embargo, no salimos de ese ciclo porque parece que no encontramos una salida o una posibilidad de futuro común. Ese futuro común pasa por la educación.
Si no tenemos un nivel de comunicación común, cómo podemos establecer un diálogo. Es como cuando llegas a un país extranjero y no entiendes el idioma; te encuentras en una posición subalterna en la comunicación. Eso no significa que el Estado no deba buscar derechos para todos, son dos cosas diferentes. Pero todo empieza por la educación. El origen, el estatus o el color de piel no deben ser lo primero; lo más importante es cómo te comunicas. Resolver esto no es fácil, especialmente con la “mochila” que todos cargamos. Cada uno lleva su propio contenido, pero sigue siendo una carga compartida, algo particular del Perú, y me imagino que también de Bolivia y Ecuador.
Además, hay un tema geográfico importante. He estado en Bérgamo, al norte de Italia, cerca de las montañas, y allí hay mucha gente de zonas montañosas. Hay una gran cantidad de similitudes de personalidad y forma de ver el mundo que coinciden con los perfiles del ande peruano. Y esto no tiene que ver con razas, sino con la ubicación geográfica, lo que resulta ser muy interesante.
Puyas
Chumbivilcas – Cusco – Perú
©Sergio Urday Larrea
Año 2014
Son varios conflictos dentro de un gran conflicto. En este contexto, ¿cómo percibes la digitalización, especialmente con las redes sociales y las diversas plataformas visuales?
Para mí, lo tecnológico es una herramienta valiosa porque, al final, lo que importa es la idea y cómo mantener la coherencia de esa idea en las diferentes plataformas. Es similar a elegir entre blanco y negro o color: depende del proyecto que estés desarrollando, de su concepto inicial y de tu intención.
Por ejemplo, utilizo una cámara de placas 4×5 pulgadas porque me fascina. Es una forma de acercarme a los paisajes y a la realidad de una manera más contemplativa. Sin embargo, también uso registro digital como respaldo, para tener otra opción. En el ámbito de la prensa, lo lógico es recurrir a la fotografía digital, porque es lo más práctico y eficiente. Lo que me gusta de la fotografía analógica, especialmente con la 4×5, es la calidad que ofrece. Una vez que escaneas el negativo, la definición, la saturación y esa sensación única de lo fotográfico son incomparables.
Aunque la fotografía digital ha evolucionado mucho y, con los nuevos papeles y procesos, ahora casi no hay diferencias perceptibles, todavía encuentro algo especial en la fotografía analógica. Claro, los procesos que logran replicar esa sensación en digital suelen ser más costosos, pero permiten rescatar esa calidad táctil y visual que al principio no se conseguía.
Creo que más que un tema doctrinario, es un tema de enfoque creativo. En mi caso, la conexión con el momento fotográfico es fundamental. Usar una cámara de placas me obliga a pensar cada toma con claridad: tengo solo una o dos oportunidades para capturar lo que quiero, lo que me lleva a planificar cada decisión, desde el lente hasta el encuadre y el momento exacto.
En cambio, con la fotografía digital puedes hacer cientos de tomas desde múltiples ángulos y reflexionar después en la edición. Ambas metodologías son válidas, pero generan experiencias muy diferentes. La fotografía analógica requiere claridad conceptual desde el principio, mientras que la digital permite un enfoque más exploratorio y flexible.
Además, la relación con el espacio también cambia. Mirar por el visor de una cámara digital o analógica de 35 mm no es lo mismo que hacerlo a través de una cámara de placas. La conexión con el espacio y las personas, esa empatía y las equivalencias psicoespaciales, son aspectos esenciales en la fotografía. Con la cámara de campo 4×5, siento que esa conexión se intensifica.
¿Cómo ha influido tu identidad peruana en tu forma de ver y representar las historias?
Lo psicológico y lo social son aspectos que siempre me han acompañado, como un tatuaje invisible. A lo largo del tiempo, esto ha evolucionado hacia una mayor templanza, un enfoque más reflexivo sobre las cosas, buscando consensos y tratando de entender al otro, sea quien sea. Estar en Italia, un país con muchas similitudes al nuestro, me ha permitido usar mi pasado y mi experiencia para contrastar nuevas vivencias, lo cual ha sido revelador.
Te das cuenta de que hay dinámicas universales, aunque en el Perú tienen un matiz más marcado. La exclusión, por ejemplo, no es exclusiva de nuestra sociedad; existe en todas partes, aunque con diferentes motivos. En Italia, por ejemplo, hay una división muy clara entre el norte y el sur, que no solo es cultural, sino también económica, racial e incluso de comportamiento.
Con el tiempo, aprendes a relativizar estos conflictos psicológicos y sociales, y comienzas a verlos como menos complejos. Reconoces que ciertas situaciones forman parte de la condición humana. Sin embargo, a menudo en el Perú tendemos a añadir un dramatismo particular a estos temas, lo que puede intensificar su percepción.
¿Qué mensaje te gustaría transmitir a los jóvenes fotógrafos peruanos que están empezando en un campo tan competitivo?
Creo que el enfoque debe estar en buscar consensos y construir redes sólidas en el ámbito fotográfico, donde el intercambio productivo sea una realidad. Esto incluye la creación de colectivos, círculos fotográficos y el respaldo de instituciones que apoyen a estos grupos. Sin una red sólida de fotógrafos peruanos que trascienden su propia circunstancia, será difícil avanzar. Es algo que todos debemos fomentar: un interés común que, aunque no desinteresado, esté enfocado en un propósito colectivo.
La clave está en desarrollar una filosofía y un discurso que sigan esta dirección, promoviendo consensos, intercambios de ideas y la formación de colectivos o movimientos que integren a más personas interesadas en documentar la historia y las realidades de sus regiones. Esto también involucra a quienes trabajan desde el terreno teórico, ya sea en la historia, la reflexión o la curaduría. Es fundamental fomentar una ambición sana por proyectarse internacionalmente.
El mercado peruano, lamentablemente, sigue siendo limitado y, en ocasiones, egoísta. Los coleccionistas, por ejemplo, suelen centrarse en el arte internacional en lugar del arte peruano, algo que se acentuó con el auge del mercado a principios de este siglo. Esta dinámica se ve restringida por la falta de beneficios económicos, ya que muchas veces las obras se adquieren como una inversión. Por eso, es crucial dar mayor visibilidad a los trabajos teóricos y de curaduría, llevándolos al ámbito internacional para generar una mirada renovada hacia la producción fotográfica interna del Perú.
A nivel internacional, la fotografía peruana tiene una reputación media en comparación con otros países de Latinoamérica. Mientras que Brasil prácticamente no nos presta atención, en relación con Chile, Ecuador y Bolivia, nuestro nivel es respetado. Sin embargo, la fotografía latinoamericana en general, y la peruana en particular, sigue teniendo una presencia mínima en términos contemporáneos, ya sea en fotografía de autor, documental o fotoperiodística. Este escenario ha estado dominado por los grandes nombres y críticos de los últimos 40 años.
La solución no es desmerecer lo que se ha logrado hasta ahora, sino construir sobre esa base para crecer. La vía hacia la internacionalización es imprescindible, aunque sea un camino complejo. Para ello, necesitamos romper barreras y utilizar todos los recursos posibles. Este es un aspecto crucial para reflexionar y actuar si queremos posicionar mejor la fotografía peruana en el contexto global.
Fotografía de portada:
Fujimori
Lima – Perú
©Sergio Urday Larrea
Año 1991
Todas las imágenes pertenecen a Sergio Urday.
Prohibida su reproducción parcial o total en cualquier medio impreso o digital sin autorización del autor.
Entrevista: Luis Cáceres Álvarez