Pablo Ortiz Monasterio: Aún queda mucho por lograr para construir esa gran familia de la fotografía latinoamericana; es un monstruo con muchas caras

Pablo Ortiz Monasterio: Aún queda mucho por lograr para construir esa gran familia de la fotografía latinoamericana; es un monstruo con muchas caras

Es imposible hablar de la fotografía contemporánea mexicana sin mencionar a Pablo Ortiz Monasterio (Ciudad de México, 1952), un creador que ha transformado el panorama visual de América Latina. Con una trayectoria que abarca desde los intensos paisajes de Ciudad de México hasta las tradiciones de los Huicholes, Ortiz Monasterio ha logrado capturar las complejidades de múltiples realidades con una mirada tan sensible como comprometida.

Fundador de Luna Córnea, una revista que reflexionó sobre la imagen en una región hambrienta de análisis crítico, Ortiz Monasterio ha sabido conjugar en su carrera la urgencia de documentar y la sensibilidad propia de quien construye narrativas visuales. Para él, fotografiar no es solo apretar un obturador, sino una invitación a ver el mundo con ojos humildes y reflexivos. «Para ser mejor fotógrafo, hay que ser mejor persona», dice, señalando que la conexión auténtica con los temas es tan vital como la técnica.

En la era digital, Ortiz Monasterio ha visto cómo la tecnología reconfigura las dinámicas visuales, transformando tanto la producción como el consumo de imágenes. Reconoce en las redes sociales un aliado inesperado para derribar barreras históricas y conectar a los fotógrafos de América Latina en tiempo real. Sin embargo, advierte que los desafíos del oficio, desde la precarización laboral hasta la ausencia de crítica fotográfica seria, siguen siendo alarmantes.

En la siguiente entrevista para la Asociación de Foto Periodistas del Perú, Ortiz Monasterio reflexiona sobre la responsabilidad del fotógrafo como narrador de su tiempo y detalla cómo el rigor y la conexión con los temas pueden hacer que un proyecto trascienda las limitaciones de lo inmediato.

¿Considera que ha habido una evolución notable en la fotografía de América Latina durante las últimas décadas?

Bueno, yo diría que las grandes revoluciones tecnológicas —y enfatizo “grandes revoluciones tecnológicas”— han transformado profundamente al planeta en el siglo XXI. Aunque pienso también en los cambios del siglo XX, quiero centrarme en dos hitos cruciales de la era digital: la aparición de nuevas tecnologías para la captura fotográfica, que marcaron la transición de la fotografía analógica a la digital, y el auge de las redes sociales, con todo lo que han implicado en términos de comunicación y difusión.

En primer lugar, la revolución digital no solo cambió las herramientas para tomar fotografías, sino que transformó la manera en que interactuamos con ellas. Con las redes sociales, se han derribado barreras históricas de aislamiento entre los universos fotográficos de distintos países de América Latina. Aunque compartimos un idioma común —excepto Brasil— y una historia de siglos, la comunicación había sido limitada. Por ejemplo, en el siglo pasado, en México me enteraba de lo que sucedía en la fotografía peruana solo si alguien en Nueva York publicaba algo al respecto.

Los coloquios internacionales de fotografía, organizados desde países como México, Venezuela y Cuba en el siglo XX,

abrieron caminos de diálogo, pero las redes sociales han llevado esto a niveles inimaginables. Hoy puedo conocer el panorama fotográfico de Perú, Uruguay o Argentina en tiempo real. Esto ha fomentado una «hermandad», entendida como un conocimiento mutuo más profundo entre los fotógrafos de la región.

El siguiente gran cambio es la inteligencia artificial, que está revolucionando la fotografía. Las posibilidades de creación, manipulación y reinterpretación de imágenes están reconfigurando tanto la producción como el consumo de fotografía. Esto no solo afecta al fotoperiodismo, sino también a los medios de comunicación y a cómo entendemos las imágenes en general.

En resumen, vivimos en una era de cambios profundos que afectan cómo producimos, consumimos, y, sobre todo, cómo entendemos la fotografía. Estos momentos de transformación tecnológica han redefinido nuestras formas de ver y conectar, tanto a nivel global como en América Latina.

¿Qué características considera que distinguen a la fotografía en América Latina, ya sea en términos de estilos visuales, temáticas abordadas o enfoques narrativos?

Yo diría que no hay una fotografía latinoamericana, hay muchas fotografías latinoamericanas. Cada país en nuestra región tiene historias particulares que se reflejan en sus diversas corrientes fotográficas. Aunque compartimos un territorio en común, los enfoques, estilos y prioridades varían, creando una riqueza de miradas y perspectivas.

Sin embargo, hay ciertos temas recurrentes que han marcado la fotografía en los últimos treinta o cuarenta años en diferentes países de América Latina:

  1. La documentación de las comunidades afrodescendientes: Brasil lidera este tema, dado su contexto racial e histórico, pero también está presente en países como Perú, Ecuador y Argentina. En México, aunque las comunidades afrodescendientes son menos numerosas debido a la mortandad histórica durante la colonización, algunos fotógrafos han realizado trabajos sobresalientes en este campo. Esta creciente visibilidad de los afrodescendientes refleja una revisión y reafirmación de su lugar en las narrativas latinoamericanas.
  2. La indianidad: Este es un tema central en países como México, los de Mesoamérica y los Andes, donde las culturas indígenas han dejado una profunda huella en la identidad nacional contemporánea. Aquí se encuentra una potente presencia de lo indígena, tanto histórica como actual, lo que ha sido una constante en la fotografía. En mi caso, he trabajado extensamente con comunidades indígenas, como los Huicholes, y planeo publicar un libro reflexivo sobre mis más de treinta años documentando sus vidas y tradiciones.
  3. La vida urbana: Las ciudades latinoamericanas, caóticas y fascinantes, han sido un tema recurrente desde el siglo XX y continúan siéndolo en el siglo XXI. Documentar nuestras urbes —violentas, desbordantes y vibrantes— es una constante en la fotografía de la región. Mi proyecto La última ciudad, enfocado en Ciudad de México y publicado por Twin Palms y Casa de las Imágenes, aborda precisamente esta complejidad urbana.
  4. El mundo rural: Muchos fotógrafos, siendo habitantes de las ciudades, sienten una añoranza por la vida campesina y bucólica. Este tema conecta con el paisaje, las tradiciones rurales y una nostalgia que resuena especialmente entre las audiencias urbanas.

En conclusión, aunque estos temas aportan ciertos puntos en común, insisto en que la fotografía en América Latina sigue siendo un «monstruo de muchas caras». Todavía queda un largo camino para consolidar una verdadera unión fotográfica latinoamericana que pueda ser percibida como una gran familia.

¿Cómo evalúa el estado actual del fotoperiodismo en América Latina? ¿Qué desafíos identifica, especialmente en términos de libertad de expresión, financiamiento y seguridad? Desde su experiencia en la fotografía en México, ¿qué observaciones podría compartir al respecto?

Yo dividiría esto en dos grandes campos: la fotografía periodística y la fotografía documental, que incluye la fotografía periodística. Las grandes revoluciones tecnológicas del siglo XX y en el siglo XXI han transformado completamente los medios de comunicación. Las revistas ilustradas, que solían ser un espacio importante para publicar nuestro trabajo, ya no existen. Por otro lado, los diarios, frente a esta revolución tecnológica, han tenido que reestructurar su modelo de negocio y se han visto seriamente afectados, especialmente en cuanto a la versión física de los periódicos. Hoy en día, se privilegia la versión digital, online, o como se le quiera llamar.

Esta transición ha impactado significativamente los departamentos de fotografía en todos los medios, no solo en Latinoamérica, sino globalmente. Los presupuestos se han reducido drásticamente, lo que ha empobrecido el sector. El oficio de la fotografía se ha degradado tanto que, si hace algunas décadas era posible vivir de la fotografía, hoy en día es muy difícil lograrlo. Es una situación muy desafiante.

Además, en el campo del fotoperiodismo, hoy en día cualquiera con un celular puede capturar imágenes de un accidente y enviarlas a un periódico o subirlas online. Esta nueva dinámica también ha generado cambios en la manera en que se percibe y consume el trabajo fotográfico, lo que afecta tanto a los profesionales como a la industria en general.

Hoy en día, los grandes medios han reducido tanto los recursos como el interés por mantener un equipo de fotógrafos periodistas con un punto de vista o una visión propia. Esta tendencia ha ido disminuyendo progresivamente. En paralelo, ha crecido el universo de lo que llamo fotografía documental, que no necesariamente se destina a los periódicos o medios tradicionales. En lugar de eso, son proyectos personales en los que la cámara fotográfica se usa como instrumento para documentar una realidad específica.

Como resultado, la salida natural ha sido el uso de medios digitales, como Instagram y Facebook, plataformas que mucha gente utiliza para promover su trabajo, compartir logros o incluso para socializar. Sin embargo, también hay un buen número de fotógrafos serios que utilizan estas redes para presentar avances en su trabajo y compartir su visión de la fotografía documental.

Hoy mismo, por ejemplo, publiqué en Instagram (@pablomonasterio) un proyecto titulado Fiestas y montañas.

Es una reflexión sobre cómo dar a las fiestas una dimensión de inmensidad. Generalmente, las fotos de fiesta tienden a ser acercamientos: una persona con una botella, alguien con un sombrero, una mujer bailando,

lo que refleja una cierta intimidad del evento. Pero al combinar estos retratos de fiesta con paisajes, les quiero dar una nueva perspectiva, introduciendo la grandeza del paisaje en el contexto de la fiesta.

Lo interesante es cómo funciona la plataforma: en Instagram, si publicas una serie de fotos, los usuarios las ven una por una. En mi caso, combiné imágenes de fiestas y montañas de forma secuencial, lo que hace que, después de ver una fiesta seguida de una montaña, el espectador espere una montaña para la tercera foto, y así sucesivamente. Una vez establecida esa relación, introduje un quiebre visual que conecta las fotos a través de ciertos colores rojos y líneas curvas que aparecen en ambas imágenes, creando una transición entre ellas.

Este proceso me permite aplicar lo que he aprendido al editar libros, pero en un formato digital y en plataformas como Instagram. Aunque en Instagram solo se puede ver una foto a la vez, cuando se publica en Facebook también se pueden ver todas juntas, lo que ofrece una dimensión diferente. Al utilizar esta secuencia, estoy desarrollando lo que considero un lenguaje de la fotografía, invitando al espectador a involucrarse no solo con lo que hay en cada imagen, sino con el conjunto. La secuencia sugiere elementos que no están presentes en ninguna de las fotos individuales, pero que emergen de la interacción entre ellas, lo que permite una comprensión más profunda de la narrativa visual.

Considerando problemas como la violencia y la precarización laboral en los medios, ¿qué acciones deberían tomar las instituciones o asociaciones para mejorar las condiciones de trabajo de los fotoperiodistas?

Luchar por las condiciones de respeto y seguridad es fundamental. En México, llevamos ya décadas enfrentando un aumento brutal de la violencia, gran parte de la cual es violencia política y de interés nacional. Documentar este contexto es de alto riesgo. Por eso, es clave que las asociaciones y agrupaciones mantengan una lucha constante de concientización y de exigencia a las autoridades para salvaguardar el bienestar de los fotógrafos.

Aquí en México, los medios enfrentan una doble presión. Primero, los grupos de narcos hiperviolentos usan los medios para presionar a los políticos. Un ejemplo de esto son las “narcomantas”, en las que cuelgan a personas recién asesinadas de un puente, acompañadas de mensajes intimidatorios. Estas imágenes son estremecedoras, y naturalmente, se publican. Sin embargo, en un momento, los medios comenzaron a cuestionar si realmente estaban ayudando a los narcos al difundir sus actos. Surgió entonces una especie de autocensura: no darles voz a los narcos. A pesar de esto, ellos no se detienen y siguen cometiendo atrocidades.

Los propios medios, además, han sido atacados y presionados por los narcos, lo que hace que la situación de los fotógrafos que trabajan para ellos sea precaria. Por otro lado, muchos medios en este siglo XXI también han sufrido una precarización, ya que el esquema de negocio ha cambiado radicalmente. Los medios deben lidiar con presiones políticas: “Si no publicas lo que me interesa, no te doy publicidad”. Y también con amenazas de los narcos: “Si publicas algo que no me gusta, te mando una bomba a tu redacción”. Los medios están atrapados entre estas dos presiones, y no solo deben ser responsables ante ellos mismos, sino también ante las autoridades, que a menudo no parecen interesadas en permitir la difusión de lo que realmente ocurre en el país.

Entonces, nos queda la opción de encontrar medios alternativos para difundir nuestros discursos. Las redes sociales se han convertido en una plataforma invaluable para ello. La revolución tecnológica ha transformado la labor del fotógrafo. Antes era solo fotógrafo, pero ahora soy fotógrafo, editor, diseñador y, además, público mis propios trabajos. Ahora desempeñamos múltiples oficios, lo que, si bien no es tan complicado, requiere esfuerzo y dedicación para alcanzar un nivel de maestría.

El reto entonces está en encontrar formas de hacer circular nuestras ideas y posiciones sobre la realidad que nos rodea. Las redes sociales ofrecen la posibilidad de ampliar nuestra voz, pero también presentan obstáculos. Cuando abres una cuenta y empiezas a publicar, es común comenzar con pocos seguidores. Si la meta es llegar a un público que escuche, hay que ser constante y generar contenido atractivo, pero no es fácil. En estas redes, la mayoría de las personas busca entretenimiento superficial: fotos de cuerpos, chismes de celebridades, y contenido ligero. Cuando empiezas a abordar temas políticos o sociales, el reto es mayor, porque no siempre logras captar la atención del gran público. Sin embargo, esa es precisamente la gran tarea: encontrar una manera de que tu mensaje llegue a quienes realmente estén interesados en lo que compartes.

Como fotógrafos, debemos trabajar a nivel horizontal para fortalecer estos espacios. Si bien en mi cuenta tengo unos 5,000 seguidores, comparado con los millones que tienen quienes publican contenido más superficial, debo seguir adelante. Sí, hay una gran diferencia, pero al final, hay un nicho de interés. Si los fotógrafos, las organizaciones y los individuos apoyamos este tipo de contenido, seguiremos creciendo y, poco a poco, tendremos un impacto mayor.

Con relación a los concursos internacionales, ¿cree que los premios fomentan la creatividad dentro de la profesión o, por el contrario, considera que podrían limitarla al imponer ciertos estándares o tendencias predominantes?

Si un fotógrafo recibe un premio, pero se limita creativamente, de entrada, no tiene valor. Un premio no es más que un reconocimiento a un trabajo, y aunque es importante, no define la totalidad de la obra. Los grandes concursos, como el World Press Photo, son una excelente plataforma. Por eso, es fundamental insistir en ingresar a esos certámenes. Fui jurado del World Press Photo hace un tiempo y vi cientos de miles de fotos. Claro, es una competencia feroz, pero si tu trabajo tiene peso y significado, hay que sistematizarlo para que adquiera visibilidad. Esta visibilidad es crucial, especialmente porque los medios se nos han ido cerrando y, en las redes sociales, es complicado captar una audiencia.

Si ganas un premio por un proyecto en particular, ese reconocimiento te abrirá puertas. Te dará la visibilidad necesaria para que, de repente, alguien en Suecia te contacte y te diga: “Quiero que documentes esto”. Es una salida muy importante. Ahora, el trabajo sigue siendo arduo: redactar, seguir las reglas, traducir al inglés, enviar todo a tiempo. A veces, puede que no pase nada, pero eso no debe desanimarte. No importa. Otra vez. Hay que insistir porque solo así se llega a la otra orilla.

¿Qué rol cumplen los festivales de fotografía en América Latina en la creación de redes entre fotógrafos y en el fortalecimiento de la comunidad fotográfica en la región?

Sin duda, es algo muy importante. He estado yendo bastante a Chile, donde hay múltiples festivales. Recientemente di un taller y tuve una exposición en Santiago y también en el sur. Básicamente, los festivales son un espacio clave para la comunidad local, pero gracias a las redes sociales, el impacto se amplía: en Argentina, por ejemplo, ya saben que Ortiz Monasterio estuvo en Puerto Montt. Fue una experiencia muy bonita, la exposición quedó espectacular. En ese sentido, los festivales tienen una escala más pequeña, pero las redes ayudan a difundirlos y a conectar cada vez más.

No hay esfuerzo de difusión de la fotografía que deba subestimarse. Algunos eventos son más relevantes que otros, pero los festivales tienen un componente humano muy valioso: el contacto personal. En esos espacios se siente la presencia de los fotógrafos locales, se discuten temas, se comparten ideas. Ahora hay muchos festivales en Latinoamérica. En Chile, por ejemplo, he estado en varios, como Coquimbo, donde estuve el año pasado, y ahora hay otro en marcha. Es muy bonito, pero es cierto que suelen enfocarse en pequeñas comunidades. Sin embargo, a través de las redes, nos vamos enterando de más.

En Argentina hay festivales, en Brasil hay muchos, en México también. Creo que es otra herramienta importante y cada una de estas iniciativas contribuye al crecimiento y la conexión de nuestra comunidad fotográfica.

¿Cuál es su percepción sobre el lugar que ocupa la fotografía peruana en el contexto regional? Desde su perspectiva en México, ¿qué aspectos destacaría y cuáles considera que requieren mayor desarrollo?  

Hace tiempo que no voy al Perú, quizá cinco o seis años, pero hubo una década en la que viajé mucho. Fotografié en la selva, en la montaña, en Lima, y debo decir que me encanta el país. Allí descubrí una actividad fotográfica fascinante, con una comunidad muy vibrante. Esto se refleja claramente en iniciativas como las de Musuk Nolte y Fernando Fujimoto con la editorial KWY, que ha publicado una cantidad notable de fotolibros, principalmente del Perú, pero también de otras latitudes.

Es un movimiento muy interesante y lleno de vitalidad, que realmente inspira. Creo que la fotografía peruana está en un nivel sobresaliente, al mismo nivel que la argentina, la brasileña, la mexicana o la chilena. Estos países representan los puntos de desarrollo más destacados de la fotografía latinoamericana.

En su opinión, ¿cuáles son los aspectos fundamentales en la formación de un fotógrafo en América Latina hoy en día? ¿Qué tipo de conocimientos considera cruciales para las nuevas generaciones?

Considero que, con toda esta revolución tecnológica, ahora es bastante fácil hacer fotografía. Todo tiene autofocus, lo programas y, si no quieres equivocarte, la cámara ajusta la exposición por ti. Lograr una imagen de excelencia es cuestión de aplicar unos conocimientos básicos de Photoshop, hacer tres o cuatro ajustes y obtienes una fotografía de gran calidad. Técnicamente, el proceso se ha simplificado. Hubo un tiempo en que aprender el oficio era indispensable. Sigue siendo importante porque hay que aprender a mirar, a entender cómo trabaja la luz y cómo esta comunica sentimientos, y eso toma tiempo.

Sin duda alguna, las escuelas juegan un papel relevante, pero llegó un momento en mi carrera en el que me di cuenta de que, para ser mejor fotógrafo, no necesitaba aprender más técnica, sino ser mejor persona. Eso se dice fácil, pero ¿cómo se logra? Ahí entra en juego la humildad, la capacidad de observación y el entendimiento de qué quiero hacer con esta herramienta. ¿Cuáles son los temas que realmente me interesan? Una vez que identificas esos temas, el gran dilema es decidir qué fotografiar. ¿Salir a la calle a ver qué encuentras? Puedes hacerlo, y seguro encontrarás cosas, pero serán fragmentos aislados, sin cohesión. Para construir un trabajo sólido y significativo, necesitas un proyecto. Un proyecto implica un compromiso sistemático: dedicar tiempo a investigar, entender el fenómeno, regresar y fotografiarlo desde distintas perspectivas. En ese proceso, empiezas a comprender no solo el tema, sino también cómo reacciona tu cuerpo, qué llama tu atención, y a partir de ahí comienzas a decantar tu mirada, a definir tu enfoque.

Por ejemplo, recientemente asistí a una celebración de la Santa Muerte aquí en Ciudad de México. Es un evento visualmente impactante, pero el reto está en decidir desde qué ángulo o perspectiva quiero abordarlo para mostrar una faceta más profunda, algo que realmente aporte interés. Ese nivel de profundidad solo se logra a través de un trabajo sistemático. Es crucial estudiar, mirar arte, observar qué han hecho otros fotógrafos, pintores, escultores, entender por qué su trabajo es valioso y cómo utilizar ese aprendizaje en tu propia obra.

La composición es clave. No solo en términos de proporción áurea o las geometrías que Cartier-Bresson destacaba, sino en el significado que construyes con cada elemento dentro del encuadre. ¿Qué pasa si, en una foto de un indígena en un ritual, incluyo un anuncio de Coca-Cola? Cambia el mensaje por completo. Si elimino o añado el fuego que está al fondo, la lectura es diferente. Comprender cómo cada elemento afecta el significado de la imagen es fundamental. Esto no es algo que unos tienen y otros no; es algo que se aprende con práctica y dedicación.

Para ser mejor fotógrafo, reflexiona sobre qué estás haciendo, sé generoso, sé justo. Ser mejor persona te hará mejor fotógrafo. Encuentra un proyecto que te apasione, acércate con humildad, investiga, revisa, regresa una y otra vez desde distintos ángulos. Observa cómo reacciona tu cuerpo, qué imágenes surgen y qué te están diciendo. Ahí estarán las voces que te dirán cuál es tu mirada, cuál es tu personalidad, cuál es tu estilo con relación a aquello. A través de este proceso, tu trabajo se decantará y tomará forma. Esas serían mis recomendaciones.

Usted ha colaborado en la edición de más de 200 libros y ha creado más de 20 libros con sus propias fotografías. ¿Cómo es su proceso creativo cuando trabaja en un proyecto fotográfico? ¿Qué etapas considera clave en este proceso? ¿En qué momento surge la explosión artística dentro de la estructura documental de un proyecto?

Hablar de cómo se desarrolla un proyecto fotográfico es un universo complejo. Podríamos pasar días desgranando el tema para llegar a conclusiones claras. En términos generales, la clave está en cómo uno se embarca en un proyecto. Ahí comienza todo.

A mí me gusta hacer fotografía, tengo habilidades y experiencia. Entonces surge el gran dilema: ¿qué hago?, ¿qué fotografío? En mi caso, mi historia personal me ha llevado a interesarme profundamente por las poblaciones indígenas. He vivido siempre en Ciudad de México, una ciudad inmensa, caótica, y el contraste con las comunidades indígenas rurales resulta fascinante. Estas comunidades tienen valores ligados al respeto por la tierra y formas de organización democrática: el voto de la asamblea decide todo, y cada voto tiene el mismo peso. Me parece que esas tradiciones no solo son atractivas por ser antiguas, sino porque implican valores fundamentales en un contexto donde a nivel nacional hemos visto retrocesos democráticos.

En México, acceder a estas comunidades significa viajar a lugares remotos e inaccesibles. Por eso, una vez que selecciono un proyecto, me comprometo. Por ejemplo, en mi libro sobre Ciudad de México, que tiene unas 40 fotos, dediqué una década. Durante ese tiempo, trabajaba un día a la semana; salía con un mapa de la ciudad y recorría todos los rincones posibles. Quería que mi cuerpo experimentara la ciudad, que viera todo, y luego revisaba mis imágenes como un “parte de guerra”, qué había visto ese cuerpo, y poco a poco, ir entendiendo y precisando qué quiero decir al respecto.

Inicialmente, pensé que el proyecto sería una documentación de la ciudad. Pronto me di cuenta de que era imposible abarcarla por completo. Desde que comencé hasta que terminé, la población creció en tres millones. Era un proceso interminable. Entonces, cambié de enfoque: en lugar de describir los edificios, parques o lugares históricos, me centré en transmitir la experiencia de caminar por las calles de Ciudad de México. Me interesaba capturar imágenes que transmitieran la energía, las sorpresas y las situaciones que definen la vida en la ciudad. También quería reflejar las condiciones materiales en las que vive la mayoría de la población, muchas veces en la pobreza.

Dejar de lado la idea de documentar “todo” y enfocarme en la experiencia fue clave para editar el proyecto. Ese tipo de procesos pueden tomar años, incluso décadas. Pero hay otros proyectos que surgen de forma más coyuntural. Por ejemplo, el libro Hartas, de corte político. En este caso, visité Buenos Aires tres veces: como jurado, dando un taller y montando una exposición. En mis ratos libres, fotografié a mujeres en las calles. Me impresionaban por su fuerza y su actitud. Son mujeres hermosas, pero lo que realmente me marcó fue cómo caminan con firmeza, cómo te miran, cómo enfrentan la vida.

En ese momento no tenía un proyecto claro; simplemente disparaba la cámara: click, click, click. Tiempo después, con el movimiento #MeToo, revisé mi archivo y pensé en armar un libro para sumarme a esa conversación política tan importante. Ese proyecto fue mucho más rápido: en tres visitas de 10 a 12 días recolecté las imágenes y luego las edité. Ahí entra mi oficio como editor: la puesta en página, la combinación de imágenes, todo para transmitir que las mujeres en Argentina están hartas.

Cada proyecto tiene su propia dinámica. Algunos son coyunturales, determinados por el contexto político; otros son más personales. En estos últimos, decido qué quiero hacer, me empapo del tema y estudio a fondo. Luego reviso las fotos, analizo por qué me interesan y cómo se relacionan entre sí. Este proceso me ayuda a entender desde dónde estoy fotografiando, lo cual es crucial.

Por ejemplo, si me interesa la Santa Muerte desde una perspectiva cultural, enfocaría mi atención en un niño que lleva una figura de la Santa. Pero si mi interés fuera las diversas representaciones icónicas, ignoraría al niño y me concentraría en las estatuas. Saber desde dónde miras es esencial.

Finalmente, como soy un hacedor de libros, siempre pienso en cómo compartir el trabajo. El libro es una plataforma espectacular porque te obliga a construir un conjunto coherente que dé sentido al proyecto. Es una mezcla explosiva: un medio antiguo como el libro, combinado con un lenguaje visual moderno como la fotografía.

Entonces, una vez que estás en el proceso de edición, es fundamental entender desde dónde editar. Si seleccionas solo las fotos que te gustan y te quedas con esas cincuenta imágenes que consideras buenas, lo que tendrás será un catálogo, no un libro. Un libro es algo que se va engarzando, que se une de manera orgánica. Por eso, cuando trabajo con colegas fotógrafos, les digo: «Ya me mandaste tus fotos buenas, ahora mándame las malitas«. ¿Qué quiero decir con esto? Esas fotos que medio te interesaron pero que no terminan de cuajar del todo. Mándame todas las que puedas. Mientras más, mejor.

A veces, entre esas 400 fotos «malitas», aparece una que, al conectarse con las que ya tengo, ancla todo en una dirección específica, le da un sentido. Porque los libros no se hacen únicamente con grandes fotos. Claro, es genial tener fotos impactantes, pero un libro busca construir un sentido.

Por ejemplo, en mi libro sobre la Ciudad de México hay una foto que muestra smog en primer plano, con una avenida al fondo que se ve sórdida: una mujer colgando ropa, todo vacío, desolador. Cuando enseñé esa foto individualmente a los de Magnum, ellos tenían un sistema de evaluación: les dabas tus fotos y en la parte de atrás Giles Perres, Susan Meiselas, Abbas, incluso Salgado, cuando estaba en Magnum, les asignaban un número. Uno era «sí», dos «quién sabe» y tres «definitivamente no». Esa foto del smog, todos le pusieron tres. Para ellos, no servía.

Pero para mí, a la hora de construir el libro, era fundamental incluirla porque reflejaba algo clave: la contaminación que asfixiaba a la ciudad en esos años, un fenómeno que nos afectaba profundamente. Hoy, aunque hay más coches, la contaminación es menor, pero en ese momento era una variable importante. Esa foto que todos descartaron, hoy no es ni mejor ni peor que las demás, pero en el contexto del libro era esencial porque hablaba de algo que, como autor, consideraba fundamental.

Por eso es clave entender desde dónde estás editando. En este proceso hay dos momentos importantes: primero, la investigación y la toma de las fotografías; después, la edición, donde se congrega y concluye todo en una dirección específica que plantea tu punto de vista como autor.

Con respecto a su libro Academgorodok, o «Ciudad Académica», decidió viajar hasta Siberia para documentarlo. Este lugar fue concebido como un centro científico de vanguardia, diseñado para reunir a los mejores investigadores y académicos de la Unión Soviética. ¿Cuál es la historia detrás de este proyecto? 

Es un laboratorio. Básicamente, es el resultado de una comedia de equívocos. Me invitaron a Rusia en el contexto del G20, cuando el país buscaba mostrar su grandeza al mundo. La idea era que cada una de las 20 naciones enviara a un fotógrafo para capturar con libertad la esencia de la “gran nación” rusa. Por accidente, me invitan a mí, aunque nunca había considerado ir a Rusia.

Dije que sí, encantado, porque tenía en mente el libro Sputnik de Joan Fontcuberta, que me fascina. Es una ficción en la que él mismo se photoshopea en fotos relacionadas con la carrera espacial de la Unión Soviética. Joan consiguió una beca de 5,000 dólares, compró imágenes y creó una narrativa ficticia increíble, todo esto en los inicios del Photoshop. Entonces, pensé: si a él lo inspiró una ficción, yo, que tengo la invitación oficial, quiero fotografiar la carrera espacial. Pero cuando lo planteé, me respondieron con un rotundo: “Impossible, industrial secret”. Lo intenté de nuevo con los submarinos nucleares, y obtuve la misma respuesta. Me di cuenta de que cualquier tema de alta tecnología estaba fuera de mi alcance.

Mientras buscaba una dirección para mi trabajo, recordé a un joven matemático ruso que había resuelto una paradoja de 200 años. Me interesaba explorar esas mentes brillantes de Rusia.

Pero tampoco hubo suerte. Luego, pensé en las Pussy Riot, el colectivo feminista, y de nuevo: me batearon, como dicen. Estaba en medio de un caos, sin saber qué hacer. Desesperado, llamé a mi amigo Abbas, quien había estado en Rusia, y le pedí consejo. Conociendo mi trabajo con los huicholes y otros indígenas, me sugirió: “Haz algo sobre los shamanes”. Le respondí que era una locura. Para mi proyecto sobre los huicholes, había necesitado 10 años; ahora solo tenía 10 días. Pero él insistió: “Están aislados por el invierno, y solo hay un mes al año en que puedes entrar. Justo cuando tienen sus festividades de verano”.

Lo aceptaron. Volé durante 38 horas: México-París, París-Moscú y, luego, hasta Siberia, la región con mayor densidad chamánica del mundo. Esa tradición, de hecho, viene de las migraciones humanas que cruzaron el estrecho de Bering, llevando consigo ritos paganos vinculados a la tierra. Llegué destrozado. De Moscú, todavía faltaban otras siete horas hacia el este. Al día siguiente, pregunté cuándo partiríamos hacia los rituales, pero me dijeron que aún no habían conseguido coche. En su lugar, me llevaron a conocer Academgorodok.

Desde el momento en que entré, quedé impresionado. Academgorodok es como un gran campus universitario con unas 60,000 personas trabajando, la mayoría científicos. Allí se encuentran áreas de investigación de todo tipo, aunque el lugar más famoso es un laboratorio de física nuclear que, hasta finales de los ochenta, era el más avanzado del mundo. Incluso tenían el acelerador de partículas más grande en su época, superado después por el de CERN, en Suiza. Pero más allá de la tecnología, había algo que me atrapó: un colorido, una atmósfera que no entendía, pero que me fascinaba. Les dije a mis anfitriones: “Prefiero hacer esto”.

Mi fixer estaba encantada. Ella no quería ir al lugar chamánico, y Academgorodok le quedaba más cerca. Presionó para que desde Moscú llamaran al instituto y consiguieran permiso para que yo pudiera fotografiar. Al día siguiente me presenté. Al final de la jornada, me despidieron cordialmente: “Bueno, Monasterio, mucho gusto y hasta nunca”. Pero yo les respondí: “No, no, mañana vengo a la misma hora”. Para el tercer día, los científicos ya estaban intrigados: “¿Qué está fotografiando este tipo?”.

Yo fotografiaba todo. No entendía qué era exactamente lo que tenía frente a mí. No iba preparado, era como fotografiar a ciegas. Sentía que tenía capas frente a los ojos que no me permitían comprender del todo. Sin embargo, en las noches, al revisar las imágenes en la computadora, notaba que mi cámara estaba capturando algo con una calidad que aún no lograba dimensionar.

Al cuarto día, no me dejaron entrar al laboratorio porque necesitaban autorización desde Moscú. Aproveché ese tiempo para ir a la biblioteca, donde conocí a una bibliotecaria que hablaba español. Me hice amigo de ella y le expliqué que estaba investigando sobre Akademgorodok. Ella sacó toda la información que tenía: artículos, textos, periódicos. Incluso me explicó que la ciudad había sido inaugurada por Nikita Kruschev. Le tomé fotos a los documentos, y, gracias a sus explicaciones y traducciones, empecé a entender el contexto de lo que estaba viendo. Sin embargo, al día siguiente volvieron a retrasar mi entrada, haciéndome esperar una hora, a veces más. A pesar de todo, logré hacer las fotos.

Cuando terminé el proyecto, envié a los rusos las 20 imágenes que requería el contrato. Ellos editaron un libro, pero ese libro no refleja en absoluto todo lo que he contado sobre la búsqueda de proyectos. Este fue un proyecto que me encontró a mí. Con esas fotos, no podía regresar para profundizar más o armar un documento más completo. Había cámaras dentro del laboratorio, pero nunca una cámara había entrado y salido; la secrecía de la Guerra Fría seguía latente.

Con el libro ya hecho, llevé el trabajo al New York Times, y publicaron una nota.

Las imágenes tenían un aire atrapado en el tiempo, una atmósfera cromática increíblemente atractiva. Visualmente, eran impactantes. Hubiera sido ideal investigar más y llegar con mayor conocimiento, pero no fue el caso. Afortunadamente, un escritor cubano que vive en Nueva York, y que había pasado tiempo en Novosibirsk, conocía perfectamente Akademgorodok. Escribió un texto que explica el lugar de manera deliciosa, y terminó siendo la mejor “foto” del libro. Todo se unió. Todo es por algo. Ese es un proyecto de esos coyunturales en los que el fotógrafo documental debe aprovechar la situación.

Cuando Salgado fotografió el atentado a Reagan, no tenía planeado cubrir un ataque a un presidente norteamericano. Él estaba cubriendo otra cosa, pero, por alguna razón, salió al lugar y le tocó vivir ese momento. Y ahí estuvo, clack, clack, clack, disparando su cámara. Terminó con las únicas fotos del atentado a Reagan.

Yo me monté en esa misma idea, en aprovechar lo que se presenta, y luego vemos. La verdad, es un libro muy raro, pero me gusta. Estoy muy orgulloso de él, y ha tenido un buen impacto. Es de esos libros que se imprimieron en una tirada limitada de 2500 ejemplares. Logramos publicarlo gracias a una agencia del Estado que, tristemente, ya no existe en México. Ahora, el apoyo a las artes y la cultura es cada vez menor, como si nos castigaran por ello.

En apoyo a las editoriales, les decían: “Vamos a hacer un concurso, escogeremos diez libros y compraremos quinientos ejemplares de cada uno”. Con esa venta asegurada de 500 copias, las editoriales se animaban a publicar libros que, de otra manera, no habrían podido producir. Presentamos Akademgorodok y, por fortuna, ganamos el concurso. Estoy felicísimo de tener este libro como resultado.

¿Cómo sabe que una historia visual ha alcanzado su forma definitiva?

Eso es muy difícil. Por ejemplo, con Akademgorodok, lo que tenía era lo que tenía, y hasta ahí llegué. Hay otros proyectos en los que sigues regresando. Tengo uno que quiero terminar el próximo año, que llevo trabajando desde hace 30 años. He vuelto, he vuelto, he observado, y cada proyecto tiene sus propias condiciones. Si es un proyecto en el que puedes regresar, hay que volver una y otra vez hasta que sientas que ya no hay más por hacer. Es entonces cuando dices: «Esto es lo que logré, y con este material montemos el libro». Las cosas siempre son perfectibles, sí, pero también hay que aprovechar las coyunturas que se te presenten.

Por ejemplo, el fenómeno del Me Too generó un cierto interés en un proyecto que había hecho en Buenos Aires, fotografiando mujeres siendo hombre, turista y extranjero, suena mal de entrada, Pensaba que las feministas me iban a criticar duramente, pero, humildemente, di mi punto de vista.

Ese interés llevó a que la editorial produjera un pequeño libro muy barato, pero bien hecho, impreso impecablemente, con pasta suave y un formato pequeño. No era un objeto de lujo, pero aprovechamos la circunstancia. Quizá podría haberlo aprovechado mejor, tal vez me hubieran invitado de nuevo a Buenos Aires. De lo posible, a lo factible.

¿Cómo evalúa la crítica fotográfica en la región? ¿Existe en América Latina?

No hay crítica. Hay tanta sobreproducción que es un universo inmenso. Si separas a los periodistas, hoy en día más teléfonos inteligentes que habitantes en el planeta, lo que significa que más gente puede tomar fotos. Digamos que solo el 1% de la gente que tiene teléfono lo hace seriamente. 80 millones de fotógrafos! Es un universo tan vasto que, no hay manera. Cuando se realiza una exposición de Robert Frank en el Museo de Arte Moderno, surgen algunos pocos intelectuales que reflexionan sobre su obra, como ocurre en París o Londres. Pero el volumen es tan grande y el fenómeno tan masivo que, en muchos casos, alguien en un periódico se anima a escribir una nota al respecto. En el siglo XX la crítica fotográfica era limitada, pero hoy en día, en Latinoamérica, la declaro muerta, inexistente. ¿Quién lo hace seriamente? Nadie.

¿Qué se puede hacer para desarrollar la crítica fotográfica? ¿Incentivar a las universidades y a los institutos? 

La verdad es que no es nuestro papel incentivarla. Ahora, somos fotógrafos, editores, distribuimos libros y, además, tenemos que preocuparnos por fomentar la crítica fotográfica. En su momento, lo hice a través de Luna Córnea, una revista cuyo propósito principal era reflexionar sobre la fotografía. Aunque incluía fotos, el enfoque era el texto; la idea era pensar, discutir y teorizar sobre la fotografía, porque los fotógrafos necesitamos esa reflexión. Fue mi granito de arena.

Pero, hoy vivimos en un fenómeno global tan abrumador, impulsado por las redes sociales y la producción masiva de fotos, que la reflexión sobre los fotógrafos serios queda en buenas intenciones. ¿Dónde pueden circular estas reflexiones? En revistas culturales y medios de comunicación, pero es tan gigantesco el volumen de imágenes que hasta desde la literatura se dice: “no le demos más espacio a la fotografía”. Estamos saturados de fotos.

Lo que podemos hacer es seguir creando espacios para reflexionar, como boletines, blogs o páginas que nos permitan pensar sobre nuestras propias fotografías y las de nuestros colegas. Hay que seguir luchando por eso. No queda de otra.

Para cerrar, ¿qué legado le gustaría dejar en la fotografía de América Latina y qué consejos daría a las nuevas generaciones?

El legado lo tengo muy claro. No es el legado que yo quiera dejar, porque eso no existe; es el que fue, el que dejé. Y ese legado está en mis publicaciones, en los libros físicos, que no dependen de una pantalla, porque un día, después del apocalipsis, habrá algunas bibliotecas donde estarán esos libros. Mi legado son mis libros con mis fotos, pero también me siento muy orgulloso de todos los libros que me ha tocado hacer para muchas personas. Son más de 200 libros. Soy un hombre de libros. Ese es mi legado.

Todas las fotografías pertenecen a Pablo Ortiz Monasterio. Pueden seguir su cuenta de Instagram: @pablomonasterio

Entrevista: Luis Cáceres Álvarez

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