Stephen Ferry es un fotógrafo y periodista estadounidense con más de dos décadas documentando los complejos cambios sociales y políticos de América Latina. Desde finales de la década de 1980, ha trabajado en docenas de países de la región, abordando temas cruciales como los derechos humanos, el medio ambiente y el cambio social para publicaciones de renombre como National Geographic, GEO, TIME y The New York Times. Su fluidez en español y su profunda comprensión de la región le han permitido capturar las realidades más complejas, desde la violencia del conflicto armado en Colombia hasta las condiciones de vida de los mineros quechuas en Bolivia. Su trayectoria ha sido reconocida con numerosos premios, incluido el prestigioso Maria Moors Cabot en el 2020.
Entre sus trabajos más destacados está Violentología: Un Manual del Conflicto Colombiano (2012), un análisis visual y textual que se ha convertido en una obra clave para entender la historia reciente de Colombia y su relación con los derechos humanos. Ferry también ha combinado su pasión por el fotoperiodismo con un enfoque pedagógico, enseñando en instituciones como la Fundación GABO y el Centro Internacional de Fotografía, donde promueve la fotografía como herramienta de cambio social.
En 2018, junto a su hermana, la antropóloga Elizabeth Ferry, publicó La Batea, un proyecto que documenta la interacción de los pueblos indígenas de América Latina con los sistemas extractivos que afectan sus territorios. Además, cofundó en 2016 OjoRojo Fábrica Visual, una fundación sin fines de lucro en Bogotá dedicada a fortalecer la fotografía documental en Colombia y la región.
En 2023, lideró la investigación para La Época: Reportajes de una historia vetada, un proyecto en apoyo de la Comisión de la Verdad Colombiana que explora historias ocultas del conflicto armado en ese país. Este trabajo reafirma su compromiso con la memoria histórica y los impactos sociales de la violencia en América Latina.
En esta entrevista exclusiva para la Asociación de Foto Periodistas del Perú, Stephen Ferry reflexiona sobre la fotografía como puente entre el periodismo y la humanidad. Destaca la importancia de abordar temas de violencia con ética y sensibilidad, y comparte su visión sobre cómo la fotografía documental puede ofrecer nuevas perspectivas de la realidad latinoamericana, inspirando tanto a las audiencias como a los fotógrafos.
En los últimos años, ¿qué cambios has notado en el fotoperiodismo y en la fotografía documental en América Latina?
Bueno, son varios cambios. El escenario internacional de medios es hoy un poco más democrático que antes. Es decir, hay más fotógrafos provenientes de países del Sur Global que participan y protagonizan en los grandes medios occidentales, como The New York Times, The Guardian y las agencias telegráficas, lo cual es muy importante. Por ejemplo, Rodrigo Abd no solo es uno de los pocos fotógrafos de AP que puede moverse por todo el mundo, sino que además tiene cierta libertad para desarrollar su propia visión como fotógrafo dentro de la agencia, algo que considero muy valioso. También hay otros nombres relevantes: Mauricio Lima, Tomás Munita, Adriana Loureiro, quien contribuye desde Venezuela para The New York Times y es maravillosa, Federico Ríos y Charlie Cordero, ambos desde Colombia. Todo esto me parece muy positivo.
Por otro lado, la situación económica para los fotógrafos, como todos sabemos, es cada vez más difícil. No sé exactamente cómo es en Perú, pero en Colombia las opciones son muy limitadas, y el pago es terrible. La figura del editor fotográfico casi no existe, salvo en los dos principales periódicos. En cuanto a las revistas, desde el punto de vista visual siguen teniendo buenos fotógrafos y fotógrafas en sus nóminas, aunque cada vez menos, lo cual es parte de una tendencia global. Económicamente, el panorama es muy estrecho.
A pesar de ello, hay una tendencia en América Latina hacia una comprensión de la fotografía documental de manera más “expandida”, más experimental y libre, lo que resulta interesante. Hay grandes exponentes en distintos países que exploran un tipo de documentalismo mucho menos tradicional. Esta expansión, si se puede llamar así, también está ligada al auge del fotolibro como formato, el cual implica asumir una postura de autor o autora, algo diferente de la famosa objetividad de los medios.
Esto tiene distintas implicaciones. Por un lado, me parece un poco peligroso notar una actitud de ciertos curadores y fotógrafos de sectores específicos que desconfían del fotoperiodismo tradicional, viéndolo como un instrumento del establecimiento o un artefacto de regímenes sociales injustos. Sin embargo, para mí, siempre y cuando se ejerza con criterio y rigor, el fotoperiodismo —como el periodismo en general— es absolutamente necesario para las sociedades. Es fundamental que haya fotógrafos y fotógrafas que documenten las situaciones respetando los hechos. Ellos y ellas pueden tener un estilo personal, con valores y ética propios, pero los criterios tradicionales del fotoperiodismo —como no intervenir en las escenas, no usar Photoshop para añadir o eliminar elementos, no escenificar tomas, etc.— son más importantes que nunca. En una época marcada por la proliferación de desinformación a través de la IA y las redes sociales, es crucial que existan fuentes confiables de información.
Por eso, me preocupa cuando algunas personas afirman que el fotoperiodismo tradicional es algo del pasado y ya no tiene lugar. Siempre será necesario contar con fotógrafos que ejerzan con ese rigor.
Dicho esto, también veo cosas muy interesantes en la fotografía actual en América Latina, especialmente en las propuestas experimentales que antes no se realizaban. Hay muchos ejemplos, lo que hizo Marco Garro con los retratos de los mineros revelados en desechos tóxicos de las minas es fantástico. Es un documentalismo artístico y vanguardista que transmite un mensaje ambiental muy potente. También me parecen fascinantes los proyectos de Musuk Nolte, quien usa los fotolibros como plataforma para repensar la fotografía. Su último libro incluso incluía un poquito de ayahuasca.
¿Qué diferencia a la fotografía documental en América Latina de la de otros continentes? ¿Qué temas crees que son particularmente relevantes en la fotografía latinoamericana hoy en día?
Actualmente están ocurriendo cosas experimentales muy interesantes en la fotografía de todas partes, pero hay algo que considero particular en América Latina. Por ejemplo, no puedo imaginar a Musuk Nolte siendo otra cosa que un peruano de origen mexicano. No sé cómo explicarlo, pero creo que su estilo y su manera de abordar la fotografía reflejan lo complejo que es interpretar las realidades de América Latina. Su trabajo despliega una gran imaginación para documentar realidades que, muchas veces, son surreales.
Sin caer en estereotipos banales, que no me gustan, diría que esto se relaciona con algo más amplio. Hay fotógrafos nórdicos que son muy locos, pero el estilo suizo o característico suizo que es bastante limpio y descriptivo, de pronto, no es lo mismo que el estilo mexicano que suele ser históricamente muy surrealista. En términos de contenido, los temas que obsesionan a los fotógrafos latinoamericanos tienen mucho que ver con el territorio y la relación del ser humano con este. Es un concepto que se aborda desde muchas perspectivas, pero que frecuentemente incluye un gran componente ambiental relacionado con la defensa de la naturaleza.

El concepto de «territorio» en América Latina tiene unas connotaciones que, al menos en inglés, no suelen tener. Esto está vinculado a que, en países como Colombia, hay muchas comunidades que viven en regiones con culturas profundamente entrelazadas con el territorio, donde han habitado durante miles de años. Los ríos, por ejemplo, no son simplemente cuerpos de agua, sino partes esenciales de la vida y la identidad de estas comunidades. En Colombia, incluso desde el ámbito jurídico, esto se ha reconocido: el río Atrato ha sido declarado sujeto de derechos, mientras que el río Cauca fue declarado víctima de la guerra.
De manera similar, la Sierra Nevada de Santa Marta fue reconocida como víctima de la guerra por la Jurisdicción Especial para la Paz, el tribunal creado tras el acuerdo entre las FARC y el Gobierno. Esto no es solo un tema legal, sino que refleja una visión cultural donde el territorio no es un recurso, sino una parte integral de la identidad y de la historia de las personas.

La fotografía en América Latina, en países como Colombia, Perú, México y Ecuador, responde a algo muy importante que está ocurriendo en la sociedad. Tiene que ver con la influencia en el pensamiento y con la relación de nuestras sociedades con los antepasados indígenas, así como con las culturas indígenas actuales. También abarca a afrocolombianos, afroamericanos o afrodescendientes, y a los campesinos, quienes mantienen una conexión intrínseca con el territorio. Todo esto se refleja en la fotografía.
¿Consideras que hay una “identidad” o un estilo propio que une a los fotógrafos latinoamericanos, o la diversidad es su principal característica?
Existen distintas escuelas y tendencias en la fotografía latinoamericana, y actualmente hay más diálogo entre fotógrafos de diferentes países, lo cual enriquece este panorama. Por ejemplo, en el Cono Sur, Uruguay se ha consolidado como un polo gracias al Festival de San José y al centro en Montevideo que publica libros, incluyendo A Machete Pelao de Juan Orrantia, una de las publicaciones más recientes e interesantes. En Argentina, hay un movimiento fotográfico muy importante con trayectorias propias y marcadas.
Sin embargo, si hay algo que nos une a todos es el interés por el territorio y las problemáticas sociales compartidas, como la migración, la pobreza, la injusticia social, la corrupción de los gobernantes y el impacto de megaproyectos hídricos y agrícolas en la salud. Estos son temas que nos preocupan y conectan como región.
¿Qué historias visuales crees que todavía faltan por narrar en relación con el territorio y la construcción de nación en América Latina?
Lo que falta es plata (Risas). Plata para poder realizar proyectos. Es tremendo, porque hay tantas ganas, tanto talento, y es algo tan importante, pero las fuentes de financiamiento son limitadas. Aunque hay más que antes, no todos los fotógrafos logran acceder a las becas, ya sea porque no tienen la oportunidad o porque escribir solicitudes de este tipo es un proceso tedioso y requiere un dominio específico de este formato. No todos tienen esa capacidad o paciencia.
En cuanto a los temas, ha habido bastante trabajo reciente replanteando cuestiones relacionadas con las drogas. Si me hubieras preguntado hace cinco años, habría dicho que faltaba hablar más sobre la coca, no la cocaína ni el narcotráfico, sino la coca en su uso tradicional. Pero, esto se ha explorado bastante, al igual que el caso de la marihuana y la ayahuasca, lo cual resulta interesante como una reinterpretación cultural.
También se han hecho esfuerzos por visibilizar más las culturas afros del continente. Me parece que todavía hay un desequilibrio. No hay tanta participación o inclusión de fotógrafos afrodescendientes en el panorama de la fotografía en América Latina como debería ser, registrando sus propias comunidades. En Colombia hay algunos avances en este sentido, pero en otros países la situación no es tan clara.
Pablo Ortiz Monasterio me decía que en los últimos treinta o cuarenta años la fotografía en América Latina se dividió con la documentación de las comunidades afrodescendientes, las comunidades indígenas, la vida urbana y el mundo rural. Estos serían pilares importantes durante esos años. ¿Qué piensas?
Creo que falta documentar más a los ricos. Sí, definitivamente. Es un aspecto que se aborda poco, y obviamente es más difícil. Las élites no suelen abrir sus puertas con facilidad, y esto incluye a quienes gobiernan y manejan la economía. Pero no se trata necesariamente de mostrarlos como diablos, depende del enfoque. También sería importante documentar a la clase media más acomodada. Creo que esa parte es fundamental y ha sido un poco descuidada.
¿Cómo pueden los fotógrafos jóvenes de la región encontrar su voz y competir en un mercado internacional dominado por narrativas del norte global, entiéndase EE. UU. y Europa?
Lamentablemente, esto está ocurriendo hasta cierto punto. Las estructuras de poder siguen siendo predominantes, y con la reciente elección en Estados Unidos, parece que habrá un retroceso en muchos sentidos, especialmente en el acceso a la educación. También es probable que las redes sociales sean distorsionadas para amplificar mensajes antiinmigrantes por encima de otras lecturas.
Al mismo tiempo, hemos presenciado una explosión de medios nativos digitales en América Latina. Germán Rey, de la Fundación Gabo, realizó un estudio muy interesante llamado El Hormiguero, en el que documenta cientos de nuevos medios digitales. Esto nos muestra que no es tan relevante publicar en grandes plataformas como The New York Times, sino más bien explorar cómo crear medios propios y desarrollar trabajos que respondan a las necesidades y realidades de las sociedades en las que vivimos.
En cuanto a los medios internacionales, creo que han reconocido parcialmente los sesgos occidentales en su cobertura, pero no han avanzado más allá de eso. Por ejemplo, The New York Times tuvo una edición en español que cerró, y no se sabe exactamente por qué. Además, su cobertura local deja mucho que desear: apenas aborda temas de Nueva York, y mucho menos de las comunidades latinas que residen allí. Si bien es cierto que ahora cuentan con más fotógrafos latinos, el enfoque general sigue siendo el mismo. Por eso, no sé cuánto más podemos esperar de los grandes periódicos internacionales.

¿Qué características destacan de la fotografía documental y artística peruana? ¿Hay algún fotógrafo cuya obra admires o consideres influyente para la región?
No conozco tanto, pero di un par de cursos dos o tres años en el Centro de la Imagen, y eso fue muy bonito. Durante ese tiempo, tuve la oportunidad de conocer un poco más sobre lo que están haciendo colegas en el ámbito fotográfico.
Mencioné ya a dos nombres: Marco Garro, quien está desarrollando un trabajo muy interesante. Ha logrado equilibrar proyectos personales con su participación en el mercado editorial, lo cual es admirable. Por otro lado, está Musuk Nolte, cuyo trabajo no solo destaca por su fotografía, sino también por la creación de una editorial que beneficia a muchos. Ese tipo de iniciativas me parece crucial, porque tener editoriales latinoamericanas de fotolibros propias es una lucha impresionante y extremadamente importante. No se trata únicamente de las imágenes que uno dispara, sino también de las nuevas estructuras que podemos crear alrededor de la fotografía.
Algo que ha influido mucho en mi trabajo reciente, especialmente en el que realizamos con la Comisión de la Verdad en Colombia, es el ejemplo de Yuyanapaq. Lo estudiamos profundamente como referencia. La relación entre fotografía y memoria histórica en Perú, así como el Lugar de la Memoria como espacio simbólico, me parecen influencias fundamentales. De alguna manera, ese aprendizaje lo trasladamos e integramos en el contexto colombiano. Es algo que nosotros de alguna forma importamos a Colombia.
Comenzaste a trabajar como reportero gráfico en 1985 y has documentado el conflicto colombiano desde 1997. ¿Cómo marcó tu enfoque inicial este periodo de grandes transformaciones sociales y políticas, y cómo ha evolucionado tu perspectiva sobre la violencia y la resistencia civil en Colombia?
Emocionalmente, ha sido una montaña rusa. El acuerdo de paz de 2016 generó una gran ilusión. Participé en un libro titulado Imagine, publicado en inglés y en español, que reunió a reporteros y fotorreporteros con experiencia en cubrir tanto conflictos como posconflictos en países que habían logrado acuerdos de paz, como Irlanda del Norte, Bosnia, Camboya y Colombia, entre otros.
La experiencia ha sido profundamente agridulce. Si bien el acuerdo de paz representa un avance indiscutible y ha traído muchos cambios en comparación con los inicios de este siglo, el país sigue enfrentando una realidad muy dura en varias regiones. Aunque se han dado pasos importantes, el número de líderes sociales asesinados ha aumentado dramáticamente, casi más que nunca. Además, en los primeros años posteriores al acuerdo, las masacres crecieron significativamente.

En este contexto, algunos grupos armados muy fuertes aún permanecen activos. Parece que las opciones son limitadas: o se retoma la guerra contra ellos o se encuentran soluciones que hasta ahora han parecido inalcanzables. Apenas un 15% de los combatientes de las FARC volvieron al monte tras la firma del acuerdo, lo cual, como cifra, no es tan alarmante. Sin embargo, ese 15% está altamente organizado, conoce perfectamente cómo reclutar jóvenes, extorsionar, controlar poblaciones y territorios, y mover cocaína. La ideología ya no es relevante para ellos; son grupos criminales con fachadas revolucionarias, involucrados en prácticas atroces como la violencia sexual, la prostitución infantil y otras formas de explotación.
En Medellín, por ejemplo, se observa una crisis alarmante. Aunque es una ciudad maravillosa, también se ha convertido en un burdel para pedófilos, lo cual evidencia un nivel de tráfico de niñas estremecedor. Esto no solo apunta a las estructuras criminales, sino también a una complicidad o participación preocupante de ciertos sectores de la población. Los problemas sociales son tan profundos y complejos que generan tragedias personales, especialmente entre los jóvenes, quienes cargan con un peso enorme en esta realidad que no parece ceder. Es una tristeza.
A lo largo de tu carrera, ¿cómo decides qué temas y proyectos fotografiar? ¿Qué criterios utilizas para seleccionar historias tan diversas como el conflicto armado, la minería o los derechos humanos?
El libro en el que estoy trabajando ahora, y que probablemente termine en tres meses, comenzó en 2003. De alguna manera, los temas me agarran y no me sueltan. Este libro es especialmente significativo para mí porque reúne todos los temas que he venido explorando a lo largo de mi carrera. Me interesa mucho la perspectiva histórica, y estoy trabajando en un proyecto sobre la Sierra Nevada de Santa Marta, basado en una colaboración que llevo a cabo con comunidades indígenas en el ámbito de la documentación.
Este trabajo comenzó como un encargo de National Geographic. Después de esa primera etapa, buscamos fondos, organizamos talleres y formamos un equipo indígena. Estas comunidades han tenido que enfrentar el conflicto armado de manera directa, y el libro narra una historia dentro de ese periodo: cómo resistieron frente al conflicto armado y cómo responden a los efectos del cambio climático, que también son muy graves en la Sierra Nevada. Todo esto se aborda desde una óptica histórica, porque es imposible hablar de esa región sin pensar en la invasión española. Santa Marta, la primera ciudad fundada en el continente, marca el inicio de muchas de estas historias.
El libro combina temas que siempre me han interesado. En ese sentido, tiene algo en común con Violentología: un manual del conflicto colombiano (2012). También se relaciona con otro proyecto que hice con Ojo Rojo llamado LA ÉPOCA: Reportajes de una historia vetada. Este libro trata sobre un episodio olvidado de la historia reciente: la guerra de Villarrica (1954-1957). Es increíble lo poco que se sabe al respecto, debido a la censura. Incluso ahora, pocas personas conocen este conflicto, aunque estamos cambiando eso.
La guerra de Villarrica fue el precursor de la guerra de las FARC. Ocurrió en el mismo periodo que La Violencia, pero con características distintas. Mientras que La Violencia fue una lucha entre liberales y conservadores, la guerra de Villarrica fue un enfrentamiento netamente entre comunismo y anticomunismo, una guerra fría en pequeña escala, con Moscú y Washington detrás. Los campesinos que combatieron contra el Estado en Villarrica fueron los mismos que, pocos años después, fundaron las FARC. Este conflicto, una auténtica guerra en la que se llegó a usar Napalm, desapareció completamente de la historia debido a un decreto de censura.
El decreto establecía que cualquier persona que divulgara este material sería acusada de sabotaje y enfrentaría de 12 a 15 años de prisión. Por eso creamos el libro como si fuera un periódico, imaginando cómo habrían salido las noticias si no hubiera existido esa censura. El formato hace alusión a la prensa y combina un extenso trabajo de archivo con documentación propia. Muchas de las fotografías son de Daniel Rodríguez, un fotorreportero muy importante en Colombia, aunque no tan reconocido como debería ser. Descubrimos que Gabriel García Márquez estaba junto a él en algunos de esos momentos, algo que no supimos hasta que avanzamos en la investigación.
En el libro llevé las fotografías al lugar donde ocurrieron los hechos y reconstruimos la historia. Mayormente es un trabajo con imágenes de archivo que encontramos, pero también hay documentación nuestra. Fue un proyecto complejo que realizamos con varios fotógrafos, como Fabio Cuttica, y que incluyó visitas a la región para entrevistar a personas mayores que todavía recuerdan lo sucedido. Después de La Batea, este proyecto ha sido especialmente difícil, en parte por la pandemia. Nos tomó más de tres años.
Durante los 12 años de investigación y producción de Violentología, ¿qué desafíos enfrentó y hubo alguna imagen o historia que definiera un antes y un después en tu forma de comprender la violencia?
Hay distintos desafíos. Antes que nada, los desafíos normales de cubrir un conflicto en un contexto tan delicado, donde yo, por ser extranjero y norteamericano, estuve algo blindado. No corrí los mismos riesgos que los compañeros y compañeras colombianas. Aun así, tenía que actuar con prudencia y ser muy cuidadoso de no implicar a terceros en problemas porque es, realmente, una situación complicada. El mayor reto, sin embargo, fue entender el caso colombiano, uno de los conflictos más complejos del mundo. Hay tantos actores armados y una historia tan extensa de guerra interna en Colombia que resulta difícil de comprender. Por ejemplo, en el siglo XIX, hubo quince guerras civiles. La propia construcción del país es compleja: Colombia, como país, es difícil de definir. Antes de la llegada de los españoles, era un territorio de muchas culturas independientes, no gobernadas por un único imperio. Además, la geografía con sus tres cordilleras fragmenta al país en numerosos valles, complicando aún más las dinámicas internas.
La naturaleza misma del conflicto es intrincada. En gran medida, se fundamenta en una historia de injusticia social, inequidad y disputas por la tierra, pero hay muchos otros factores involucrados.
En el caso de Violentología, excepto por algunas fotografías al inicio del libro, que son más sugerentes y ambiguas, mi enfoque fue claro desde el principio: «Yo soy muy ignorante de esto», pensé. Las únicas fotos que inicialmente podía considerar honestas no ofrecían respuestas fáciles. Sin embargo, muchos colombianos y extranjeros estaban dedicando sus vidas, incluso arriesgándolas, para recolectar información comprobable sobre las violaciones de derechos humanos. Me pareció irresponsable hacer un trabajo ambiguo que no ayudara a comprender. Por eso, tomé una decisión clara: el formato sería súper puntual, riguroso, periodístico y, a la vez, poético.
Tuve la suerte de trabajar con una persona increíble para la verificación de datos, lo que aseguró que todo lo que se afirma en el libro tiene respaldo jurídico o está basado en investigaciones serias y citables. No hay especulaciones ni afirmaciones sueltas; el libro está pulido en ese sentido.
El diseño de Violentología también fue resultado de decisiones conceptuales. El tamaño del libro y la forma en que se presenta reflejan una tradición de investigación rigurosa. Aunque disfruto hacer fotografías más abstractas o «locas», decidí dejar ese interés de lado en este caso porque sentí la urgencia de contar algo importante. Opté por un formato diferente.
Un ejemplo significativo es que Violentología fue impreso en la rotativa del periódico El Espectador, como un homenaje a los fotógrafos y reporteros que arriesgaron sus vidas para documentar el conflicto. Además, la tipografía utilizada fue tomada de periódicos de los años 50, reflejando la época de los violentólogos, un equipo de investigación que trabajó en los años 60. La portada también tiene un significado especial: la foto no es mía, sino una imagen descubierta por ese equipo. Fue mi forma de mostrar que este libro no es solo mío, sino que pertenece a una historia colectiva de investigación.
Aunque Violentología tiene un enfoque propio, también comparte espíritu con proyectos como Yuyanapaq, que inspiraron más directamente mi trabajo sobre Villarrica. Detrás de todo esto, está la influencia de la maestra Susan Meiselas, quien ha sido clave para mi comprensión del uso de archivos. Los libros que ella hizo, como el de El Salvador o el de Kurdistán, basado casi por completo en archivos y con muy pocas fotos suyas, han sido fundamentales para mi trabajo.
¿Quiénes son los fotógrafos que te inspiran a nivel internacional? ¿Podrías compartir algunos nombres de fotógrafos colombianos que admires? Sería interesante conocerlos.
En el caso de Violentología, está el trabajo de Jesús Abad Colorado. Hay también otros fotógrafos colombianos, artistas que me fascinan. No creo que me hayan influido directamente, pero me parecen fascinantes. Oscar Muñoz, por ejemplo. Leo Matiz es interesante, pero para mí lo es más como reflejo de la influencia mexicana en la fotografía colombiana, no tanto por su obra en sí. Antes de él, hubo un fotógrafo llamado Luis B. Ramos, que me pareció muy bueno.
Actualmente, hay fotógrafos colombianos cuyo trabajo me inspira mucho. Por ejemplo, Juanita Escobar, que además es una gran amiga. Compartimos ideas y consejos constantemente, y considero su trabajo extraordinario. Jorge Panchoaga también está haciendo cosas increíbles. Ahora mismo, aunque no me gusta establecer jerarquías, si me preguntas a quiénes considero más interesantes en este momento, te diría que ellos dos.
Otro fotógrafo interesante, más cercano al ámbito artístico, es Carlos Saavedra, quien trabaja entre el documental y el arte. También está Charlie Cordero, un fotorreportero cuyo uso del color es realmente notable; hizo un trabajo muy interesante sobre los zillennials en Barranquilla. Es un excelente colorista.
A nivel internacional, el fotógrafo que más me ha influido a lo largo de mi carrera es Pascal Maitre, un francés extraordinario. Su sensibilidad, su humanismo, su manejo del color y sus imágenes han sido una referencia constante para mí. También, como mencioné antes, Susan Meiselas es una gran influencia.
Mi trabajo, aunque está bastante anclado en las tradiciones del fotoperiodismo, no teme mezclar estilos. Por ejemplo, muchos de mis proyectos los he realizado con cámaras de 35 mm, como la Leica, con un cierto tipo de tratamiento del color. Recientemente, he estado trabajando mucho con una Mamiya 67 de formato medio. La película que usaba antes ya no existe, así que he tenido que adaptarme a una nueva.
Algo que me interesa especialmente es la textura en las fotografías: el grano, la experiencia física, la dimensión táctil de las imágenes. Eso es algo muy presente en mi trabajo. Por ejemplo, La Batea tiene una apuesta fuerte por lo táctil; al punto de que la portada lleva oro de verdad.
Esto surgió, en parte, de un experimento que hice con un maestro de laboratorio. Fue cuando tenía un encargo en Cuba sobre periodistas clandestinos para la revista GEO. Me pregunté: ¿Cómo hago para darle sabor a esto? Las escenas eran personas escribiendo o entrevistando, así que decidí probar con películas en blanco y negro, distintos revelados y trabajar con las sombras, como el ambiente mismo de La Habana. Terminé usando TMAX 3200 con un revelador de mucho grano para que sea muy visible y muy nítido. Hace un grano muy hijueputa.
Esa preocupación por la textura también se conecta con la transición del papel a las pantallas. Cuando el teléfono comenzó a ganar espacio frente al periódico, me hizo reflexionar sobre lo que estamos perdiendo. ¿Qué estamos perdiendo? ¿Qué es la sensación del tacto? Es ahí donde estoy ahora.
¿Qué te gustaría que los lectores o espectadores de tu obra comprendieran sobre la relación entre violencia, historia y resistencia en Colombia?
En Colombia, lo que me impactó fue darme cuenta de que no entendía la capacidad de resistencia de la población civil, su valentía y su imaginación. Colombia es increíble. Las personas logran organizarse frente a niveles de peligro inmensos, y esas organizaciones no solo surgen, sino que perduran en el tiempo.
El libro que estoy trabajando sobre la Sierra Nevada trata sobre la resistencia de los pueblos indígenas, pero ese tema es transversal; abarca a todo tipo de personas que, de alguna forma, se plantan y dicen: ¡Basta! Eso, para mí, es mucho más interesante que la violencia en sí misma.
Siempre me hago esa pregunta cuando veo trabajos que se enfocan en la violencia, como en la Ciudad de Guatemala. Un amigo que hizo un libro sobre los homicidios en Río de Janeiro me dijo: Si la gente se organiza, ¿por qué no muestras ese otro lado? El apoyo mutuo. Y tiene razón. Mostrar esa capacidad de apoyo mutuo me parece mucho más importante que fotografiar un muerto tirado en el suelo.
¿Cómo manejas la relación con los colaboradores locales y qué medidas tomas para garantizar la seguridad de las personas que documentas?
Eso es de suma importancia, sobre todo, en Colombia. Aunque la situación ya no es tan crítica como en años anteriores, sigue siendo un tema que generó muchísima preocupación. Conozco a tres conductores que fueron asesinados simplemente por llevar a periodistas.
Por ejemplo, contratar a alguien para cruzar un río sin contar con el permiso del comandante que controla esa zona puede tener consecuencias fatales. Uno se va, pero el lanchero es quien paga el precio. Por eso, todo debe hacerse con extremo cuidado, con pinzas, y siguiendo cada detalle al pie de la letra.
¿Cómo mantienes un equilibrio entre involucrarte emocionalmente y mantener una distancia objetiva como fotoperiodista?
Sí o sí, las situaciones duelen o son emocionantes. Lo que pasa es que uno está allí para realizar un trabajo, y siempre debe asegurarse de que ese trabajo no perjudique a las personas presentes. Por ejemplo, en Violentología, casi no se ven fotografías de civiles; la mayoría son de políticos o actores armados. He sido muy cauteloso respecto a esa parte.
Lo que me parece importante, cuando se habla de fotógrafos que cubren violencia o están interesados en hacerlo en todas sus formas, es que eso puede tener un impacto psicológico. El riesgo no solo es la integridad física, sino también el impacto mental que puede generar. Es crucial tener esto claro. A veces, algunos fotógrafos piensan que es súper glamoroso ir a Ucrania y experimentar la adrenalina de la guerra, lo cual es comprensible cuando uno es joven, buscando acción. Pero al final, la guerra no es nada bonita.

Como educador, ¿qué crees que es lo más importante que las nuevas generaciones de fotógrafos deben aprender para tener un impacto significativo con su trabajo?
El contexto es más complicado en el sentido de que las posibilidades laborales son más limitadas. En América Latina, los fotógrafos que trabajan como corresponsales para medios internacionales tienen una ventaja, ya que, con el dólar tan fuerte, al menos en Colombia, una asignación de un día puede cubrir los gastos de un mes en casa. No sé si en Perú sea igual, pero en general, para quienes consiguen uno que otro trabajo internacional, eso les representa un gran apoyo.
Sin embargo, las limitaciones económicas pesan mucho sobre la educación. Uno no quiere generar expectativas o ilusiones que luego sean difíciles de concretar en este contexto.
Me parece que tanto en la educación como en la práctica es fundamental fomentar la colaboración. Si me preguntas qué consejos daría a un fotógrafo, diría que es importante asociarse con otros, ya sean colegas, o miembros de las comunidades que uno documenta. Trabajar en equipo con la misma comunidad puede ser una experiencia enriquecedora. Hoy en día, hay fotógrafos que desarrollan proyectos conjuntamente con sus estudiantes o con integrantes de las comunidades que documentan. Esto es particularmente valioso si, además, se capacita a comunicadores de organizaciones sociales para documentar las situaciones a las que esas organizaciones responden.
También es crucial buscar alianzas con profesionales de otras áreas, como diseñadores o periodistas. Este tipo de colaboración puede abrir nuevas oportunidades, ya que muchas veces las ideas de los fotorreporteros son aceptadas no directamente por un editor fotográfico, sino por una propuesta conjunta con reporteros o periodistas. Por ejemplo, uno puede identificar una situación interesante y, en colaboración, proponerla como un proyecto conjunto. Así, trabajar en equipo resulta clave.
Por supuesto, no hay nada de malo en realizar proyectos como autor independiente; todo depende de la creatividad de cada persona. Sin embargo, considero fundamental que también discutamos el reto que representa la inteligencia artificial (IA) en nuestra profesión. Los medios deben tener formas rigurosas de identificar y etiquetar claramente las imágenes generadas por IA. Esto es esencial desde una perspectiva ética. No se trata de excluir por completo su uso, ya que puede ser útil en ciertos casos, pero siempre debe quedar claro que no son fotografías, sino imágenes sintéticas. La diferencia es clave: las fotografías se hacen con luz, mientras que las imágenes de IA no se generan con luz.

¿Cuál es tu enfoque pedagógico al enseñar fotografía? ¿Cómo equilibras la teoría y la práctica?
Eso depende mucho del taller o curso, así como del tiempo disponible. Hay dos aspectos que disfruto particularmente: primero, una conversación inicial donde se define el tema a trabajar. Muchas veces, los estudiantes ya tienen algo que les interesa o en lo que están trabajando. Si no es el caso, se inicia un proceso para reflexionar sobre lo que les importa, evaluando si es viable, cuánto tiempo tienen disponible, qué recursos necesitan, los accesos posibles o las limitaciones que puedan surgir, además de los retos éticos involucrados. Todo esto resulta fundamental tanto antes de empezar como durante el desarrollo del proyecto, porque ayuda a construir la historia con una base sólida.
Normalmente, pido que los estudiantes hagan una primera revisión de su trabajo, eliminando aquellas fotografías que saben que no son útiles. A partir de ahí, se trabaja con un grupo de 30 a 50 imágenes, dependiendo de lo que hayan producido. En sesiones grupales, analizamos cuáles pueden servir y cuáles no, abordando también el flujo de trabajo, cómo organizarse y otros aspectos técnicos y narrativos. Este proceso continúa semana a semana, con avances constantes.
En el caso del ICP (International Center of Photography), estoy dando una clase que dura todo el año. En este formato más extenso, además de los ejercicios prácticos y específicos, incorporamos lecturas complementarias. Muchos de los ejercicios no son inventos míos, sino que forman parte del programa de la escuela y, sinceramente, son excelentes.
¿Qué tipo de ensayos les envías a tus alumnos para que lean con respecto a la fotografía documental y periodística?
Este año trabajamos con un ensayo escrito por Henri Cartier-Bresson, así como una serie de entrevistas con fotógrafos como Donna Ferrato, fotógrafos profundamente humanistas y activistas. También leímos críticas de Teju Cole, un destacado crítico de origen nigeriano, y exploramos un libro autobiográfico de Stanley Greene titulado Black Passport. Una de las actividades consistió en trabajar con lecturas complejas, como un texto periodístico extenso, desafiando a los estudiantes a imaginar cómo fotografiarían ese texto. La pregunta era: ¿cómo te organizas? ¿Dónde pones las prioridades? ¿Qué tipo de mapeo harías del tema? Ese tipo de discusiones ayudan a estructurar ideas.
Otro ejercicio que disfruto mucho es analizar trabajos fotográficos, tanto imágenes individuales como secuencias completas, y hacerlo con muchísimo detalle, incluso hasta llegar al punto de aburrirnos. Pero si son buenas fotografías, siempre hay mucho que decir. Se puede pasar bastante tiempo observándolas y explorando qué sensaciones generan: ¿qué sientes al mirar esta foto?, ¿qué está contando?, ¿qué información aporta y qué emoción despierta? Porque la fotografía es, al final, una mezcla de información y emoción.

Pregunto cosas como: ¿cómo te sientes físicamente al mirar esta imagen? ¿Qué sugiere este color? ¿Esta persona parece amable, agresiva, tierna o distante? El objetivo es ayudar a los estudiantes a verbalizar sus emociones y respuestas, y a desarrollar la habilidad de interpretar todo lo que les provoca una fotografía.
Además, discutimos las decisiones detrás de las secuencias. Por ejemplo: ¿qué pasa cuando esta fotografía se coloca después de aquella? ¿Por qué la fotógrafa decidió empezar su serie con esta imagen y no con otra? Entramos en ese nivel de detalle porque permite comprender más profundamente las decisiones narrativas y emocionales que hacen que una serie fotográfica funcione.
¿En el ICP enseñan sobre el trabajo de fotógrafos latinoamericanos? ¿Existe una lucha entre el Norte Global y el Sur Global en este contexto? ¿Cuál es la perspectiva que se profundiza allí?
No, no hay ninguna lucha en ese sentido. Se ven fotógrafos de muchas partes del mundo: africanos, asiáticos, y los estudiantes también provienen de diversas regiones. Aunque el ICP tiene una cierta inclinación hacia la tradición de la fotografía norteamericana, lo cual es comprensible porque fue fundado por Cornell Capa, esto no significa que sea exclusivamente así.
Además, somos muy conscientes de garantizar que incluimos en las discusiones y en el aprendizaje el trabajo de fotógrafas, no solo de hombres.
¿Tienes alguna crítica sobre el sistema de enseñanza de la fotografía en general, ya sea en Colombia o en América Latina?
Lo que me he propuesto, aunque aún no lo he hecho, es escribir una defensa. Creo que, en general, las escuelas de periodismo no entienden que estudiar fotografía no se trata solo de aprender a hacer fotografías ni de adquirir habilidades técnicas. Es un estudio que puede ayudar a cualquier periodista a crecer profesionalmente porque implica una observación fundamental y una ética que, de alguna forma, es muy directa. Todos sabemos que la imagen que publicamos representa a una persona, lo cual tiene implicaciones éticas muy fuertes que deben entenderse.
Estudiar fotografía te enseña a pensar y observar con ética, y también a relacionarte con las personas de manera respetuosa y discreta. Esto es algo único. Por ejemplo, una persona puede aprender a escribir una excelente nota periodística sin tener que pedir permiso para quedarse una noche en casa de una familia, convivir con ellos, despertarse al día siguiente y compartir el desayuno. Todas estas son relaciones humanas esenciales para ejercer un buen periodismo, pero somos nosotros, los fotógrafos, quienes debemos saber hacer estas cosas.
En contraste, muchos escritores no llegan a hacer esto. Un buen escritor podría hacerlo si tuviera tiempo, pero hay aspectos del periodismo que solo estudiar fotografía te puede enseñar, y lo hace de una forma empática que otras áreas no logran. Sin embargo, las escuelas de periodismo tienden a relegar la fotografía, considerándola algo secundario, una herramienta para ilustrar textos, como si fuera algo destinado únicamente a lectores menos capacitados. Es vista como lo último en la lista, cuando en realidad debería ser un pilar fundamental en la formación de un periodista.
Para finalizar, ¿qué consejo darías a las nuevas generaciones de fotoperiodistas interesados en cubrir temas de derechos humanos y conflictos armados?
Todo lo que voy a decir es bastante reconocido, pero más que nada se trata de no actuar con premura. No hay que presionar a nadie. Es importante ser muy cuidadoso y no ejercer presión sobre las víctimas, dejando que las situaciones se desarrollen con su propio ritmo. Esa es una forma de mostrar respeto. Entender que es más importante ser respetuoso que conseguir información o imágenes que uno desea en ese momento. Obviamente, uno debe esforzarse, y eso requiere mucho empeño y voluntad. Sin embargo, en muchas situaciones es preferible quedarse quieto y permitir que las cosas sigan su curso, en lugar de generar un mal ambiente.
Todas las fotografías pertenecen a Stephen Ferry
Entrevista: Luis Cáceres Álvarez