Ser fotógrafo de rock no es tan fácil como suena:
José Antonio Rosas y su fotolibro de la movida rockera en bares neoyorkinos
Un fotolibro es una experiencia insustituible. Esta decisión tiene beneficios, costos y diversas consecuencias. No es sólo un tesoro de conocimiento, sino también de emociones. Además de los formatos conceptuales, las historias y los recuerdos, se deben desarrollar procesos creativos para desarrollar la técnica y el aprendizaje práctico.
Ese es el caso de The chaos comes alive (Contexto Ediciones, 2020) del fotógrafo peruano José Antonio Rosas sobre la movida rockera en los bares de Nueva York. Rosas fue consciente que, para obtener la imagen tenía que sacrificar ciertos parámetros técnicos, calidad y nitidez. Hizo retratos íntimos, disparos rápidos y un álbum de iconos musicales.
Algunos dicen que, como parte de esta tribu, estás con el diablo o que eres una mala persona. Algunos exclaman que “el rock ha muerto”, se ha perdido o ya no existe. Están equivocados. Los veteranos dicen que nadie escucha esta música para sentirse desamparado sino para sentirse fuerte. Los entusiastas se despiertan de un impulso que los hace saltar, bailar y empujarse con todas sus fuerzas. De izquierda a derecha, de arriba a abajo o viceversa, el público mueve constantemente la cabeza. Es un ritual que se mantiene.
Hay muchas maneras de ver un concierto de rock, desde el campo o del escenario. Los ojos están atentos a los intérpretes y personas anónimas. Los instrumentos arrancan. Los platillos de la batería crean una fortaleza de notas bien altas, el bajo las respalda, la guitarra habla por sí sola y exige que el cantor siga el ritmo, quien usa su voz para entregarse en el grupo.
Por ahora, todo indica que para seguir especializándose como los legendarios fotógrafos Jim Marshall, Bob Gruen y Mick Rock, hay que conocer el género en su máxima expresión y rapidez. José Antonio Rosas (Lima, 1970), quien siempre ha estado fascinado por la cultura rockera, aunque la idea de iniciar un proyecto de concierto no se materializó en Lima, sino que descubrió en Nueva York un caleidoscopio de espectáculos, actuaciones y fanáticos entusiastas.
Como bien señala, el trabajo de campo comenzó en septiembre del 2018 y terminó a mediados del 2019 con una pequeña excepción en octubre. Al principio era un concierto a la semana hasta que, por ilusión, impulso o bohemia, haría que su “época pico” tuviera dos asistencias por semana a aquellos conciertos.
Así, nació El caos cobra vida, el proyecto que desarrolló durante esos años en Nueva York mientras estudiaba un programa de prácticas creativas en el International Center of Photography (ICP), la meca para los fotógrafos documentales. Este trabajo resumió las enseñanzas de la asignatura the scence of place, que tenía como fin buscar un lugar y transmitir el significado de estar ahí. Podría ser tu mente o un lugar específico como una estación de tren. O lo que fuera.
A partir de octubre del 2018, identificaría todas las semanas lugares donde las bandas, principalmente, que tocaran guitarras y baterías, estén en activo, pero, sobre todo, que sean estruendosas y que tuvieran una sólida base de fans. Rosas prestaría atención a los conciertos “tan locos, tan enérgicos, tan duros” por su fanaticada rockera. Ingresaría a los bares con soltura para encontrar emociones y metáforas.
Él no clasificaría de “subterránea” a la movida que registró en Nueva York, solo le agregaría la palabra rockera porque los clubes a los que iba tampoco eran desconocidos. No eran esos clubes donde hay una puerta y nada más. Eran medianos, de 300 a 500 personas de capacidad con buenos sistemas de sonido e iluminación. Pero, que tienen esta predilección por retar a grupos nuevos, diferentes, que no son los que suenan en los tugurios de moda de electrónica o del hip hop.
El autor siempre ha sido fanático del rock, el Heavy Metal, el punk, y aunque para muchos esto es una herejía, siempre ha ido a conciertos y festivales, escenarios más grandes, para escuchar grupos mainstream, aceptando que había perdido ese contacto con el rock más duro, decidió entrar en estos clubes y participar en la comunidad. Así, fue sumergiéndose lentamente. Al principio no tenía muy claro por dónde moverse y empezó a hacer fotos triviales, más de un grupo que de personas. Luego, vería la luz con el apoyo del profesor del ICP Darin Mickey, quien también fue el curador de la exposición en Lima. Como era rockero y había visto muchas fotos de las movidas, recuerda que le dijo que buscara la diferencia: “anda y enfócate en la gente que es algo que no se ve” y “dame la sensación que no me da cualquier fotógrafo de rock”.
En su investigación en torno al musicking, Small (1998) argumenta que el significado de la música no está en el objeto o la obra musical, sino en la acción. Solo entendiendo lo que la gente hace cuando participa en un ambiente musical puede entender su naturaleza y rol que desempeña en la vida de uno. El autor sostiene que mientras el ejecutante crea, el oyente juega un papel creativo importante y reconocido a través de la “energía” que trasmite.
Para Small, todos contribuimos al desempeño de los eventos, y todo está conectado; es decir, significa tomar parte en la actuación musical de alguna manera, ya sea escuchando, ensayando, proporcionando materiales, bailando o, incluso fotografiando. Así, argumenta que el verbo “hacer música” incluye la participación activa o pasiva en la interpretación musical, ya sea nos guste como se hace, nos parezca divertida o aburrida, constructiva o destructiva, simpática u ofensiva.
Siguiendo con la documentación de Rosas, se dio cuenta de que esos lugares eran una gran oportunidad para registrar algo que lo abarcara todo porque tocaban bandas de diferentes subgéneros, como punk o garage, donde la gente se vuelve loca. “No hay ninguna otra música que para mí y para, obviamente, la gente que está en esta muestra despierte ese tipo de emoción tan visceral, tan primaria”. Ese fue el punto de partida del proyecto. Calcula que habrá asistido a casi 40 conciertos. En cada una de estas obtendría alrededor de 700 a 800 fotografías.
Rosas eligió entre miles de fotos las que más le convencieron. Recuerda que en la primera depuración cortó el 70 %, luego comenzó a ver qué guardar y discernir qué funciona en formato cuadrado, vertical y horizontal. En sus imágenes, muestra el desenfreno de los pogos y el fervor del público por los músicos, otros nos advierten que los golpes contundentes son inevitables en esos escenarios tan chicos. Por lo general, cuando giramos la cabeza, podemos ver como una persona vuela y nos cae encima por diversión.
En primer lugar, debe encontrar la cámara idónea para estas situaciones. No puede ser una cámara tan grande, porque puede haber problemas para la gente y para uno. El cambio de lente no es posible. Rosas sugiere usar una cámara que sea rápida, que desenfoque bien y que no llame mucho la atención. “Hay que estar dispuestos a que la cámara sufra bastante. Le cae cerveza, se cae al piso, pero el reto principal es mantenerte en el pogo mientras fotografías y que salgan fotos utilizables”, afirma.
Entonces, para la mayoría de los conciertos, eligió una Leica Q, una cámara pequeña con un sensor de 35 mm Full Frame, un lente de 28 mm fijo con una apertura de 1.7 y con gran capacidad de imágenes en ISO alto. “Entonces, era una cámara rápida que desenfoca bien, que no llama mucho la atención, que, si por casualidad golpeas a alguien, no le harás un daño en la cabeza permanente”, dice.
Cuando fue a editar, tuvo que incluir solo un puñado de imágenes. Hay mucho elemento del azar. La situación que te gustaba podría haber pasado sin ninguna intervención. Sin que esté demasiado desenfocado. Demasiado difuminada. Las 30 imágenes que componen el fotolibro The chaos comes alive (Contexto Ediciones, 2020) están en blanco y negro para acentuar los gestos y movimientos. No estamos hablando de momentos decisivos per se sino de momentos intersticiales como en la obra de Robert Frank porque no puedes planear en esas situaciones la composición tan cuidadosamente como Henri Cartier Bresson. Además, siente que el color puede distraer, por eso, Rosas recuerda que había fotos rojas, algunas azules, amarillas, verdes, pero si las usaba, hubiera cambiado el sentido de todo. Hubiera perdido la energía que quería transmitir.
La primera edición de este fotolibro fue de 300 ejemplares. Esta es una interesante producción editorial que recuerda mucho al libro 5 Metro de Poemas de Carlos Oquendo de Amat que debe leerse como quien pela una fruta. En este caso, se debe tocar como quien toca un bandoneón. A la par, el autor señala que el trabajo tiene dos cualidades. Uno proviene de la fotografía, el otro de la escritura. Si se intercalaban las fotografías con los textos, el espectador lo que iba a tener al frente era la experiencia de leer un libro sobre fotografías. Lo que se quería era dejar de lado las descripciones para priorizar el recorrido visual, creando una narrativa misteriosa que atraiga al espectador y le dé un sentido diferente de un tema lleno de sensaciones personales del autor.
Entonces, el fotógrafo demuestra múltiples estrategias de representación y de lectura al ser principal impulsor, editor y financista del proyecto editorial. “Tienen un alto poder de control en su elaboración, por tanto, un fotolibro representa el punto de vista o la forma como los fotógrafos ven su propio medio”. (Parr y Badger, 2004, p.10). El editor / autor selecciona cuidadosamente el tipo de letra, los materiales y muchos detalles para llegar a ser considerado coleccionable; es decir, el resultado del cruce entre la literatura, la fotografía, el diseño y el cine que adopta la forma de un libro.
De esta forma, se convierte en una plataforma independiente con una lógica diferente. Fontcuberta (2011) la define como una obra coral en la que intervienen propiedades de concepto y objeto como son el diseño, la tipografía, las secuencias de imágenes, la maqueta y el texto que ayudan a reforzar la intención de cada autor. Entonces, el lector o el espectador no solo leerá y verá; también tocará, manipulará y hasta jugará con el objeto-libro. (Nouzeilles, 2016, pp. 129-131)
Por su parte, el crítico de arte peruano Jorge Villacorta insiste en que el problema de la creación muchas veces es que las personas no tienen el tiempo suficiente para “aprender a leer” sus fotografías personales: se hacen una idea de cuál debe ser el orden visual sin tener o haber descubierto su propio orden visual, o su aproximación al orden visual ideal. Según el fotógrafo y editor mexicano Pablo Ortiz Monasterio, especialista en fotolibros, estos encarnan la esencia de la narración visual a través de su propia experiencia: “Esta individualidad hace que los fotolibros sean su propio contexto”. Entonces la idea es que cuando las fotografías se traducen en un libro, ya no son fotografías sino nuevos objetos, reuniendo así un discurso.
Para Yumi Goto, una de las principales editoras de fotolibros de Japón, el “proceso” de creación debe ser personal y riguroso, porque nadie más que el autor conoce el trabajo fotográfico. Y es imposible que otra persona adquiera un conocimiento tan significativo. Goto sostiene que lo importante es saber que, si se trabaja con un tema personal, no puede ser demasiado personal. Es importante darse cuenta de que los fotógrafos no hacen un libro solo para ellos. Este libro debe ser compartido por otros. Por lo tanto, los fotógrafos necesitan saber cómo desarrollar una idea de lo personal a lo universal.
The chaos comes alive no es un catálogo sobre la muestra. Se convierte en “un libro sin fin”. La versión del bandoneón se siente continua, no hay pausas, sino que fluye. Las fotografías no están enmarcadas. Están a sangre. Lo cual realza el flujo de las imágenes. Cuando uno termina de observar la secuencia, comienza en otro lugar. Se ingresa a la historia que está detrás de estas. Tiene una doble faz.
Del lado B sabemos lo que movió a Rosas a través de las palabras, y del otro lado, lo mismo solo que a través de las imágenes. A diferencia de las frases escritas a mano, estas son frases de canciones que ha recopilado por el impacto sonoro. Hay dos tipografías. Una es colección de textos y la otra es letra de Rosas, contando el trasfondo en el que se desarrolló todo este proyecto. La parte escrita debía funcionar visualmente, por lo que no es el texto el que va de izquierda a derecha, sino que va página por página y oración por oración.
Otra advertencia es que, a diferencia de los libros de rock, donde el interés recae en los personajes del escenario por encima de los fans, The chaos comes alive presta atención en la performance del público. Rosas demuestra que se zambulló entre la multitud sin importar los golpes entre saltos. Es allí abajo donde le transmiten el espíritu gregario, de comunidad, de ser parte de la escena neoyorkina. Habrá quienes buscarán capturar a personajes emblemáticos frente a sus ojos y convertirlos en una especie de poster. De ser parte de la creación del mito de una banda, buscar la fotografía icónica para que sea la portada o la abridora del artículo. En fin, va más para la emoción, la literatura de la efervescencia, aunque tenga unas cuantas que, definitivamente, pueden ser las portadas de varios discos del género.
Un punto más de interés es encontrar como antecedente entre los libros de fotografía rockera a Un lugar (2011) de Raúl “El Avión” García, quien lo publicó hace diez años, y donde se reitera esta idea de voltear y colocar la cámara no tanto en lo que ocurre sobre los escenarios sino en lo que ocurre alrededor fuera de estos en la escena peruana. Obviamente, la diferencia de años de trabajo es enorme y sería una crítica, pero no le quita el mérito a Rosas el haberse concentrado en una escena distinta a la peruana con el compromiso necesario para sentirse parte de la colectividad.
No obstante, lo que vivió en escenarios como los de Williamsburg o Manhattan, podría haberlo vivido cerca en el Centro Histórico de Lima, en Barranco o en la periferia de la ciudad y encontrar también ese espíritu, buscando similitudes más que diferencias, si es que no realizaba el peregrinaje a todos esos huariques[1] neoyorkinos. Quizá sea el empuje indiscutible para iniciar todo de nuevo en su Lima gris durante la tercera década del nuevo milenio.
Cuando revisamos las páginas de The chaos comes alive, observamos que en el principio es el pogo, el ajuste entre los cuerpos, visto desde arriba. Un picado lleno de sonrisas, bocas abiertas, codazos, dientes, miradas de sorpresa ante golpes desprevenidos, un chico que protege su celular o tal vez grabando los saltos de la pequeña masa que tiene enfrente. Una chica con trenzas en pleno barrido con desenfoque a su alrededor. Al costado, unas manos fantasmagóricas y trazos de luz advierten la admiración de los fanáticos. Seguimos con un brasier negro en la esquina superior izquierda del encuadre, unos pantalones de rayas y la casaca de cuero a la cintura, esta misma chica vuela por los aires o salta del estrado sin cabeza, está “abandonándose a la nada”, mientras que en el fondo desenfocado se ve la silueta de la cantante con micrófono en mano.
El corte de la página, nos presenta el punctum, como dice Barthes (1990), lo que nos pulsa, nos hace pensar e imaginar la exaltación del chico en pleno baile tribal del bar con una boca abierta y los mechones del cabello empapados de sudor sumados a los ojos semiabiertos mientras los brazos de algún contemporáneo se pierden a la vista del lente de la Leica.
De nuevo volvemos a la primera fotografía, pero se nota el cambio de posición. Ahora tenemos una vista trasera, una vista lateral y una vista de lo brazos vitoreando a alguien que camina entre ese público extasiado. El hombre en bivirí hace lo que puede para salir de la página mientras a su costado, arriba, jalan, estiran la ropa de un X. Volteamos. Nos sorprende una muñeca, ahogándose en su canto, mientras un foco alumbra por encima de su hombro izquierdo. Nos muestra el asombro de una admiradora cuando el cabello de sus compañeros de al lado saltan o son congelados.
Ahora, el ojo se posa ante un tatuaje de pajarito entre el pecho y el hombro izquierdo de una mujer con el mentón arriba, los dientes bajo presión y los ojos cerrados con los cabellos parados tras mover su cabeza frenéticamente. La dirección de esta cabeza nos señala la cargada a uno de los cantantes mientras el fotógrafo quiere capturar el instante decisivo, pero le salen excepcionales barridos que le otorgan el aura del desenfreno de los tres minutos. Saltamos al plano detalle de las cantantes de la escena registrada, los amplificadores y sus cables combinan bien con los taquitos de los botines, pero la expresión en los supuestos coros nos remarca el goce, el placer, la adrenalina que significa llevar a la boca un micrófono mientras los platillos de la batería detrás suenan con el fin de ser reventados.
Seguimos con los barridos, la cólera liberada, el piercing y los dientes de furia. Más fanatismo. Más pogo. En el mundo anglosajón es el smosh. Para los hispanohablantes, el pogo es una expresión del cuerpo que equilibra la furia con la alegría, como si fueran un resorte, saltando sobre otra persona mientras los hombros se saludan de golpe. De esta forma, se nos patea el cerebro en la mitad del fotolibro, entregándonos un clásico del género: el guitarrista como Cristo grita su canción de despedida sujetando su cruz mientras es levantado por los seguidores. Muere rápido, vive joven, pensaría el que vitorea con la boca cortada por el límite de la página, agarrándose de la ropa de su compañero, jalándolo con fuerza y desesperación.
Seguimos con la foto clásica de la banda, pero ligeramente desde arriba, cada quien, por su lado, exhibiendo sus dotes con cada instrumento, los riffs de las guitarras, el golpe seco del bajo y los timbales más el bombo de la batería retumban en el corazón de cada uno de los asistentes mientras el cantante está bailando en un pie cuando los lentes de cuatro fotógrafos en primera línea le disparan a diestra y siniestra para que sus pasos prohibidos perduren en el tiempo. A su costado, se observan las patas arriba de un fanático y las manos de los otros lo tocan, le palmotean, le animan a seguir con su propuesta.
Seguimos con los barridos de las nucas, de los cabellos, de una mano que graba con su celular el espectáculo y el salto de otro X, siendo cargado por las manos de veinteañeros, treinteañeros, de distintas facciones para sorprendernos a su derecha de una cantante en plena performance con moretones, rasguños, manchas, quitándose poco a poco el brasier, lo que nos dirige la mirada al minúsculo tatuaje de un pescadito con la frase debajo Scratch N’ Sniff en el lado derecho de su cintura, pero, al mismo tiempo, la violinista detrás de su canto desesperado nos entrega una vuelta de tuerca, pareciera una calavera atenta a su fino sentido que contribuye a la alucinación sonora, acompañando el fondo con cuadrados, círculos y rombos.
Empieza la parte final del bandoneón, el golpe visual nos lo da una chica sentada al costado de la puerta. Una puerta que se abre para ir a otra puerta que se abre. Esa chica no le interesa que los sonidos directos como puntas de lanza atraviesen los oídos de todos los asistentes. Está pegada a la pantalla de su teléfono celular, apoyándose en posición fetal en la pared graffiteada con calaveras, skates, un Bob Esponja drogado, un Sony musculoso, un Pacman que quiere comer a todos los fantasmas que se atraviesen por su camino, los nombres de chicas y corazones a sus costados, las palabras “PAIN”, “EXISTENCE” y “saxo” se aprecian como reflexiones tardías, aunque la última esté a gran tamaño acompañado de garabatos. Quizá tenga otro significado, pero la chica seguirá frente a su aparato.
En la siguiente página, no quitamos ojo a los claroscuros de un rostro en pleno trance, disfrutando la religiosidad de su género musical. Regresamos a los headbangings o movimientos de cabeza alocados para luego apreciar el contraste, la calma de dos asistentes, uno agarrándole la cabeza a otro mientras tiene los ojos cerrados y sus oídos disfrutan de los decibeles.
Llegamos a la pieza final. El término de la escena. La bajada del telón en el teatro musical. A dos páginas, el autor nos muestra la forma y volumen de los cuerpos en un intento de cenital donde las parejas de amigos, las conversaciones banales, el paso apurado de la gente y alguien fotografiando desde su teléfono de mano no se percatan del desorden en el suelo, los vasos de plástico, la cerveza derramada, los papelitos. Se voltea la página.
Los graffitis encima de un urinario, en la madera que separa el inodoro, líneas, garabatos en blanco y negro son las latrinalias o los “graffitis privados”, un tipo de graffiti que es hecho en las paredes, en las puertas, en los espejos de los baños. El autor cierra con un throw up, o traduciendo al español, un “vomitado” de trazos de aerosol negro, pero lo que llama la atención es el sticker grande de un hombre blanco sin rostro, ni gestos, su cara es un hueco que vomita lo ya mencionado. Una manera graciosa de cerrar la aventura en la movida rockera neoyorkina que le gusta. La última página es un barrido en pleno pogo, la expansión y la dispersión en una imagen que agrada por brindar la sensación de estar ahí.
Rosas asegura que hay un “espíritu de comunidad” donde nadie intenta hacer daño a otro. Esta sudorosa experiencia lo marcó de por vida. Lo que le recordará que convertirse en fotógrafo de rock no es tan fácil como parece. Y será consciente que para obtener la foto tendrá que sacrificar parámetros técnicos, calidad, nitidez.
Dentro de los contenidos de las imágenes, hay que resaltar la presencia de la mujer tanto en el público como en los pocos retratos de artistas sobre el escenario. El enfoque de Rosas está en mantener el equilibrio de género que existe en el rock, lo que sugiere que sus puntos de vista son amplios. El autor familiarizado a la época del hardcore de los ochenta, cuenta que se sorprendió cuando las adolescentes entraban en el mosh pit, que lo empujaran, que no les importara nada, así descubrió que era un espacio abierto para todos.
En definitiva, el fotolibro de Rosas abre las puertas a otros proyectos underground. Rosas podría continuar con el mismo tema, pero esta vez con una secuencia inédita que enfatice lo efímero, lo sensorial, lo mundano de la escena rockera periférica de Lima Metropolitana, o quizá descubrir qué ocurre en las provincias para evitar ese centralismo limeño, buscando las diferencias que hay entre los grupos emergentes de la capital con los de las principales capitales departamentales, es una idea que podría ser tangible si le interesa volver a saltar entre el pogo de su fanaticada en las próximas décadas del siglo XXI.
Autor de la reseña: Luis Cáceres Álvarez, estudios concluidos de la Maestría en Antropología por la UNMSM. Licenciado en Comunicación y Periodismo por la UPC. Autor de La Catedral del Criollismo. Guardia Vieja del siglo XXI (2017). Coautor de Casa de TODOS. Rostros de la calle en Plaza de Acho (2020). Fue redactor de FOT. Revista Peruana de Fotografía e Investigación Visual y corresponsal en el Perú del servicio en español de la Agencia Anadolu de Turquía.
Bibliografía
Barthes, R. (1990). La cámara lúcida: Notas sobre la fotografía. Barcelona, España: Paidós.
Goto, Y. (s/f). Visual Storytelling and Independent Publishing: An Interview with Yumi Goto (Magnum) [Entrevista]. https://www.magnumphotos.com/theory-and-practice/visual-storytelling-independent-publishing-interview-yumi-goto/
Nouzeilles, G. (2016). Arquitectura del fotolibro: escritura e imagen. Estados Unidos: Princeton University.
Ortiz Monasterio, P. (2017). La fotografía está liberándose [Facebook Live]. Lima, Perú: Centro de la Imagen. Recuperado de https://www.facebook.com/centrodelaimagenoficial/videos/1700269333323070/
Parr, M. & Badger, G. (2004). The Photobook: A History, Volume I. London: Phaidon Press.
Robles, E. (s/f). Movistar Música “STAFF” Raúl García “EL AVION”. https://www.youtube.com/watch?v=64jRUiPgOMw
Rosas (2020) The chaos comes alive. Lima, Perú: Contexto Ediciones.
Small, C. (1998). Musicking. The meanings of performing and listening. Wesleyan University Press.
[1] Este término tiene dos significados. Puede ser escondrijo, lugar escondido y secreto; como también, ser un restaurante, bar, cantina o club con aires de exclusividad o clandestinidad. Según el poeta Marco Martos, miembro de la Academia Peruana de la Lengua, es una voz antigua de origen incierto en el castellano del Perú. Tiene, en todos sus usos, el sentido de lugar secreto.